• 27/12/2020 00:00

Entendiendo al maldito virus

Estudiar la historia de la humanidad debe ser un trabajo arduo, sobre todo investigar sobre las generaciones de médicos y su papel en el impacto de las enfermedades infecciosas a lo largo de los siglos.

Estudiar la historia de la humanidad debe ser un trabajo arduo, sobre todo investigar sobre las generaciones de médicos y su papel en el impacto de las enfermedades infecciosas a lo largo de los siglos. Esto implicaría remontarse a 430 a. C., cuando una cuarta parte del ejército ateniense fue aniquilado por un virus que evitó que Atenas derrotara a Esparta y a la Liga del Peloponeso.

Y para comprender la historia de las enfermedades es necesario recordar que el hombre mismo es un depredador y que su efecto sobre otras formas de vida es muy parecido al de una epidemia. La supervivencia de la raza humana depende de un precario equilibrio entre diversas formas de organismos, de allí la importancia de que exista una relación simbiótica entre el hombre y su medio ambiente. Los seres humanos son vulnerables a enfermedades infecciosas, las cuales al principio producen una epidemia con mortalidad alta y luego desarrollan una resistencia que les permite coexistir pacíficamente con la infección. Y la infección eventualmente disminuye a un estado de enfermedad infantil, como el sarampión actual.

Pero no todas las enfermedades infecciosas se desarrollan de esta manera. La peste bubónica sigue siendo letal, así como la influenza y nuevas cepas de virus, como la gran epidemia de 1918-1919, que mató a más de veinte millones de personas, y la COVID-19 que ha distorsionado este año todos los confines del planeta. Lo que ocurre es que el equilibrio entre los seres humanos y los microorganismos causantes de las enfermedades está en constante evolución, y no es un asunto puramente biológico. Existen, por lo menos, tres formas en que el comportamiento humano ha alterado inconscientemente el patrón de las enfermedades. La primera es la innovación agrícola. El desarrollo de la irrigación, por ejemplo, diseminó la debilitante enfermedad de la esquistosomiasis que hoy cuenta con más de 100 millones de personas infectadas.

La segunda es la cambiante densidad de población. Una enfermedad como el sarampión necesita una población de casi medio millón para sostenerse. El auge de la agricultura hizo posible el crecimiento de las ciudades y el surgimiento de infecciones continuas. Para el año 500 a. C., cada una de las principales regiones civilizadas del mundo había desarrollado su propia mezcla distintiva de enfermedades infecciosas, y hoy las ciudades siguen siendo huéspedes a las infecciones, especialmente las transmitidas por aire o agua.

Y la tercera es el crecimiento de la movilidad humana. Los habitantes originarios del Nuevo Mundo sucumbieron dramáticamente cuando fueron expuestos a la viruela, el sarampión y la influenza, traídos con ellos por sus invasores españoles; y se argumenta que la malaria y la fiebre amarilla también eran desconocidas en América antes de la llegada de los europeos. Un pueblo civilizado que había aprendido a convivir con sus enfermedades infantiles adquirió así una potente arma biológica cuando entró en contacto con una población hasta entonces no expuesta. Durante el siglo XVI, las poblaciones originales de México y Perú se vieron reducidas por enfermedades a menos de una décima parte de su tamaño original. Pizarro y Cortés nunca hubieran conquistado los imperios inca y azteca, de millones de habitantes, de no ser por este asombroso colapso demográfico, acompañado como lo fue por la total desmoralización de los indios frente a la enfermedad a la que sus conquistadores parecían desconcertantemente inmunes.

Un desastre muy similar ocurrió a los propios europeos al comienzo de la era cristiana. El comercio terrestre entre Asia y el Mediterráneo, que surgió a partir del siglo II d. C., trajo consigo primero la viruela (165-180 d. C.), luego el sarampión (251-266) y finalmente la peste bubónica (542-543). Cada uno tuvo un efecto devastador sobre los indefensos europeos, que carecían de resistencia a estas infecciones. Si la conquista española de América es inexplicable sin tener en cuenta el impacto de las enfermedades infecciosas, lo mismo puede decirse del declive del Imperio romano.

La realidad de que las enfermedades infecciosas han sido controladas debido a la medicina moderna con campañas contra la viruela, el cólera, la peste, la malaria y la fiebre amarilla, muchas de ellas estimuladas más por ambiciones militares que por motivos humanitarios. El colosal aumento de la población mundial, de 750 millones en 1750 a 4 mil millones en 1975 y a 7 mil millones en 2015, debe atribuirse en gran medida a la disminución de las enfermedades infecciosas.

Hay pocos eventos en la historia de la humanidad que no se puedan explicar a través del prisma de las enfermedades infecciosas. Al mostrar que sus afectaciones y contagios no son aleatorias, sino más bien producto de comportamientos identificables, resulta una contribución real a la comprensión del virus que hoy nos ataca.

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