• 02/09/2008 02:00

Los hijos del pueblo

Carlitos es uno de los tantos muchachos del barrio. Humilde, estudioso y trabajador. Sus padres querían que él fuera diferente al resto ...

Carlitos es uno de los tantos muchachos del barrio. Humilde, estudioso y trabajador. Sus padres querían que él fuera diferente al resto de la muchachada. Soñaban que su hijo fuera médico o abogado, quizás hasta profesor. Carlitos escuchaba las largas letanías de su madre que le rogaba quedarse en casa, estudiar y alejarse de las “malas compañías”. Él pacientemente la oía, mientras ella planchaba para poder poner “la paila”, pues su padre, hombre mayor, no encontraba trabajo y debía “rebuscarse”, allí en donde la oportunidad le daba un espacio.

Pero Carlitos ya entraba en la adolescencia, tenía que tomar decisiones que se las imponía el propio vecindario. Para poder seguir caminando sin problemas por esas calles y ayudar a su familia, debía registrarse en una de las pandillas del sector. Debía decidir con inteligencia, pues un error le podría costar la vida. No tenía alternativa. Claro podían mudarse, pero en los otros barrios para poder alquilar un cuarto tenían que tener autorización de la pandilla del sector y acogerse a sus códigos de complicidad. Sólo el año pasado habían sido ajusticiado, por temas de drogas, 17 jóvenes, algunos casi adolescentes.

Su padre le recordaba siempre qué tan diferente era la vida antes que los “gringos” asaltarán su país. Antes la Policía tenía el control de las calles. Pero ahora ya no se podía confiar en ellos. Carlitos había visto cómo el jefe de la ronda entraba al cuarto de al lado para recibir “su apoyo”, que muchas veces triplicaba el ingreso que le daban por arriesgar su vida. Con eso la unidad que debía proteger al vecindario, sencillamente, miraba para otro lado cuando se hacían las operaciones ilícitas o se ajusticiaba a algún “mal portado”.

Finalmente llegó el día, Carlitos debió solicitar el ingreso a la pandilla de su sector. Tuvo que pasar por un ritual de iniciación y luego le entregaron un arma. Su cuarto pasó a ser parte del arsenal del grupo, al vecino le habían obligado a ser el depósito de las drogas y más allá estaban las habitaciones de recobro de los heridos de la pandilla.

Carlitos comenzó a poner la mesa en su humilde hogar. Veía, la tristeza reflejada en el rostro de sus padres. Pero ya era muy tarde. Era poco probable que él llegara a ser médico o abogado. Total ganaba mucho más que algunos de ellos.

Todo cambió para desdicha de Carlitos. Un día lo eligieron para realizar un robo. El “iniciador”, aquel que entrega la información previa del objetivo, le había dado las “coordenadas” de la operación. Debía formar parte de un grupo que iba a asaltar una casa en donde se depositaba un cargamento de drogas recién llegado, bajo custodia de un grupo mexicano. La pandilla recibía un porcentaje y el “iniciador” se quedaba con el resto. Fue un verdadero éxito.

La operación fue celebrada en el barrio. Como le enseñaron los colombianos de los mini-carteles, era obligatorio lanzar fuegos artificiales en los festejos de “coronación”, como así llamaban a esos “tumbes”. Fue su último día de alegría para él y sus padres. Carlitos le entregó gran parte de su paga a sus padres, que ahora sí podrían mudarse a un sitio sin pandillas, riñas, ni violaciones.

Al día siguiente Carlitos apareció muerto en una oscura calle de San Miguelito. Sencillamente pasó a formar parte de una estadística de los aproximadamente 600 panameños que perderán sus vidas este año por causas violentas.

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