• 29/11/2018 01:00

China: recuerdos del futuro (I) (Al presidente Xi Jinping, en su primera visita a Panamá)

‘El conocimiento sin reflexión es inútil. La reflexión sin conocimiento es peligrosa', Confucio

Tributo a mis antepasados— Mi abuelo materno, Manuel Ho (Ho Cho Kai), vino (circa 1875) desde Hunan, provincia de Mao Tsé Tung, y se fue al campo, donde se casó con Segunda Villalaz, de La Villa de Los Santos. Mis abuelos se internaron en las montañas de Tonosí, huyéndole a las tropas colombianas que saqueaban a los comerciantes chinos durante la Guerra de los Mil Días (1899 - 1902). Ella era sobrina del creador del Escudo Nacional de Panamá, Nicanor Villalaz, alcalde de Tonosí.

Mi padre, Carlos Yau (Yau Ka Shung), vino en 1926 con su hermano, Alfonso Yau (Yau Ka Hing), padre del ex ministro de Seguridad, Alcibíades Bethancourt Yau. Llegaron desde Hocksang (Kwantung), donde nació Wong Kong Yee (según el cónsul de EE.UU.), única víctima de la Separación de Panamá de Colombia, quien no ha sido aún reconocido como tal.

Mi padre pertenecía a los Hakka, pueblo que tuvo un rol militar destacado en las Guerras del Opio en el siglo XIX, en rechazo a las intervenciones de Europa. Deng Xiao Ping, de la Apertura y Reforma, era un Hakka, al igual que mi hermano, Yau A Mak, Héroe de la República Popular China durante la Guerra de Corea (1953).

Mi abuelo y mi padre venían de provincias distantes y hablaban idiomas diferentes, por lo cual nuestros padres se comunicaban en español y sus hijos también. Sin embargo, mi padre me educó, más que con la palabra, con la mirada y con su ejemplo, tanto en lo moral, lo ético como en lo espiritual. Jamás me castigó físicamente, pero era estricto con la disciplina.

En cierta ocasión, le pregunté: ‘¿Qué me regalarás en las navidades?'. Mi padre me preguntó: ‘¿Cuántos años tienes?'. ‘Cinco', le dije. ‘¿Así que ya puedes pensar?'. ‘Sí, papá'. ‘Y si ya puedes pensar, ¿para qué quieres un juguete? Usa tu mente y no pierdas tiempo con cosas externas, porque todo está dentro de ti', dijo. Fue mi primera lección sobre la relación cuerpo-mente-espíritu, pues mi padre me enseñó a meditar desde temprana edad y a no temer, a no quebrarme y a mantenerme íntegro en medio de amenazas y peligros.

La autoconfianza inculcada me permitió participar a los ocho años en contra del Tratado sobre bases militares (1947). Sobre todo, para enfrentar una horrible tragedia a los once años de edad: el perro pastor alemán de un alto militar de EE.UU. me atacó salvajemente y sin razón alguna entre la Zona del Canal y Panamá, arrancándome trozos de carne. Hubo que operarme de emergencia y sin anestesia durante horas, inmovilizado por ocho hombres y mi madre, que me sujetaba la cabeza para que no me diera cuenta. ¡Los dolores eran espantosos!

No pude caminar ni ir a la escuela durante cuatro meses y ni el Gobierno nacional ni el de la Zona del Canal (EE.UU.) atendieron nuestras quejas. Los norteamericanos nos dijeron a mi madre y a mí que ya habían sacrificado al perro, lo cual resultó ser falso, y por ese engaño y la indiferencia de ambos Gobiernos juré que dedicaría mi vida a luchar por la independencia de Panamá y a expulsar a los intrusos.

Contrario a mi padre, mi madre me facilitó juguetes y me enseñó a ayudar a los demás, a cantar coplas y décimas, y a ser compasivo. A principios de siglo, mi mamá fue enviada a Hunan, donde fue educada. Allí vio cómo las guerras arrasaban con los jóvenes en las aldeas y los obligaban a pelear; cómo los piratas y salteadores de caminos secuestraban a las mujeres, que debían trasladarse de noche disfrazadas como hombres. De modo que, mientras mi padre aceraba mi espíritu como a un discípulo Shaolin, mi madre me enseñó a entender a la China y a amar a Panamá.

Pero de nada valió que mis padres fueran laboriosos ciudadanos: un presidente fascista expropió todos sus negocios en Pocrí de Aguadulce en 1941 y nos condenó al hambre hasta que mi padre, forzado a esconderse en las montañas de Veraguas, nuevamente se abrió paso.

Consciente de mi formación política, mi padre me llevó desde los seis años a ver documentales sobre las matanzas que realizaron los japoneses durante la ocupación en Nanjing, lo que me sirvió para comprender la revolución de Mao y la Guerra de Corea, también bajo ocupación.

Después del incidente con el perro, la segunda lección que aprendí en la Zona de Canal fue a los doce años. Acostumbraba ir a pescar con mi hermano Carlos a los Muelles 6 y 18 del Canal, donde EE.UU. nos prohibía entrar, igual que en China los ingleses impedían la presencia de ‘chinos y perros' en las plazas. En los muelles había cafeterías donde nos despachaban café y dulces a escondidas. Al final de la tarde, cuando llevábamos algunos pescados, la policía de la Zona aparecía de repente, nos los quitaba, los devolvían al mar o se los apropiaban bajo amenazas de encarcelarnos.

A esa edad, el Tratado de 1903 me era ajeno, y yo ignoraba que nuestras aventuras fuesen una recuperación práctica de soberanía. Robar nuestros pescados es exactamente lo que hicieron los constructores del Canal desde 1903. Pero ya el excelente embajador de China Popular, Wei Qiang, ha declarado que no nos regalarán pescados ni anzuelos, pero sí nos prestarán algunas redes.

EL AUTOR ES ANALISTA INTERNACIONAL Y EXASESOR DE POLÍTICA EXTERIOR.

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