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- 18/07/2025 00:00
El reduccionismo estatal: una falsa depuración que deshumaniza y multiplica la pobreza

En el corazón de la retórica de ciertos sectores gubernamentales y empresariales ha comenzado a germinar un discurso peligroso: el del “adelgazamiento del Estado” como supuesta vía para mejorar la eficiencia del gasto público. Bajo la apariencia de una necesaria depuración administrativa, lo que en realidad se promueve es un reduccionismo estatal deshumanizado, que no solo atenta contra los derechos laborales de los servidores públicos, sino que aumenta dramáticamente la brecha de pobreza y desempleo estructural que actualmente golpea a la sociedad panameña.
Este enfoque parte de una falacia insidiosa: considerar al servidor público como una cifra prescindible, sin rostro ni historia, como si se tratara de una carga fiscal y no de una pieza esencial del andamiaje institucional del país. Al hablar de “exceso de funcionarios” sin evaluar funciones, impacto o desempeño, se ignora que el Estado es el mayor empleador del país, y que detrás de cada plaza recortada hay un padre, una madre, un hijo o una hermana que dependen directamente de ese ingreso. La decisión de despedir en masa, lejos de sanear las finanzas públicas, tiene un efecto multiplicador del desempleo, afectando no solo al trabajador sino a su círculo familiar y a las economías locales que dependen del consumo interno.
Desde la perspectiva jurídica, el artículo 66 de la Constitución de la República de Panamá no consagra el despido como vía para resolver problemas fiscales o estructurales, sino que establece mecanismos de protección al trabajador, y de ser necesario, permite ajustes salariales en condiciones debidamente justificadas. Es decir, en vez de despedir, el Estado podría explorar fórmulas de reorganización que respeten los derechos adquiridos, garanticen la estabilidad mínima de ingresos y mantengan activa la cadena de bienestar familiar que gira en torno al empleo público. Lo contrario sería caer en una fórmula injusta, peligrosa y desproporcionada.
La mirada ética exige aún más. En ocasiones, sectores sociales golpeados por la precariedad laboral —los mismos que claman contra las planillas públicas— lo hacen desde un legítimo dolor, pero sin advertir que al abogar por el despido de otros trabajadores reproducen el mismo círculo de exclusión que ellos mismos sufren. Es como pedir, en medio de la necesidad, que otro también caiga en ella, esperando que la miseria se reparta para sentirse acompañado. Esto no solo es contrario al principio de solidaridad que debe regir en toda sociedad civilizada, sino que crea un círculo vicioso más amplio, donde el castigo no repara, sino que se expande.
En un país donde el desempleo ronda un alto porcentaje y el subempleo ha alcanzado cifras alarmantes, aplicar medidas de recorte masivo en la administración pública equivale a lanzar más ciudadanos al abismo de la informalidad, la marginalización y la desesperanza. La pobreza no se combate debilitando al Estado, sino fortaleciéndolo como motor de desarrollo, como regulador justo del mercado y como garante del acceso equitativo a oportunidades.
Más allá del plano jurídico y económico, el reduccionismo estatal también representa una amenaza social. Cada funcionario despedido se convierte en un nuevo demandante de servicios estatales: en salud, en subsidios, en ayuda escolar. El costo del supuesto ahorro fiscal termina trasladándose a otras áreas del presupuesto. A la larga, no se ahorra: se redistribuye el gasto hacia la precariedad. Se pierde eficiencia institucional, se erosiona el tejido institucional y se fortalece la percepción de un Estado débil, que desprotege a quienes lo sirven.
Desde una perspectiva bíblica, el trabajo tiene valor espiritual y social. En Eclesiastés 3:13 se nos recuerda que “también es don de Dios, que todo hombre coma y beba, y goce el bien de toda su labor.” Y en Proverbios 22:16 se advierte con claridad: “El que oprime al pobre para aumentarse sus riquezas, o da al rico, ciertamente se empobrecerá”. El Estado, al reducir su planta laboral sin sentido humano, no solo empobrece al funcionario: empobrece a la nación. Isaías 58:6-7 recuerda que el verdadero acto justo es “soltar las cargas de opresión”, no imponerlas bajo la excusa de tecnicismos contables que ignoran la dignidad humana. 1 Timoteo 5:8 también nos confronta con la responsabilidad social del Estado: “Si alguno no provee para los suyos, y especialmente para los de su casa, ha negado la fe”. ¿Y qué otra cosa es el Estado, sino una gran casa que debe proteger a quienes le sirven?
No logro comprender cómo algunos sectores políticos, especialmente aquellos investidos con el deber de legislar y proteger el interés colectivo, pueden abogar con tanta ligereza por el despido masivo de funcionarios públicos, en lugar de exigir una revisión estructural y valiente de la redistribución del presupuesto estatal. Resulta desconcertante y profundamente alarmante que en los recintos donde se aprueban millonarios presupuestos nacionales, donde fluyen partidas multimillonarias destinadas a contratos, viáticos, asesorías, alquileres de lujo, subsidios discrecionales y compras públicas, se insista en que la solución a los desequilibrios fiscales pasa por votar a un funcionario administrativo, a un trabajador de campo, a un técnico, o a una secretaria, en vez de corregir los excesos funcionales que por años han drenado silenciosamente las finanzas del Estado.
Mientras se revisan con lupa planillas de servidores medios o menores, muchos ministerios e instituciones descentralizadas siguen acumulando estructuras infladas, proyectos sin ejecución real, consultorías de dudoso retorno social, y personal de confianza que cambia con cada administración, sin que ello parezca escandalizar a quienes ahora alzan la voz por una “depuración” que, en los hechos, es selectiva, desigual y profundamente injusta. El drama de esta política no es solo presupuestario: es humano. Porque mientras se promueve el recorte como símbolo de orden, se toleran excesos en otras esferas del Estado que, por razones diplomáticas o de conveniencia política, jamás se mencionan con la misma severidad.
Es un contrasentido que se cuestione la permanencia de una trabajadora con 20 años de servicio que gana $900 al mes, mientras se naturaliza que altos cargos dentro de ministerios estratégicos reciban salarios y beneficios que duplican o triplican ese monto, sin una evaluación seria de su impacto o efectividad institucional. Se propone recortar al que imprime, archiva, cocina, limpia, enseña, custodia, gestiona o auxilia; pero no se tocan las capas superiores de una burocracia que consume gran parte del presupuesto sin generar proporcionalmente bienestar público. Y lo más grave es que en muchos de esos despidos no hay criterio técnico, sino conveniencia administrativa, represalia política o simple indiferencia social.
El drama no está solo en el despido, sino en la ceguera deliberada de quienes lo promueven mientras aprueban presupuestos que nunca tocan los verdaderos núcleos de derroche. No se trata de negar la necesidad de ordenar las finanzas públicas ni de perpetuar estructuras ineficientes; se trata de preguntarse con rigor, ética y sentido de justicia: ¿quién está pagando realmente el costo del reordenamiento del Estado? ¿Y por qué siempre es el trabajador más vulnerable el que debe cargar con esa factura?
Una visión de país seria, responsable y sostenible no puede construirse sobre la lógica del sacrificio unilateral. Modernizar no es despedir. Reorganizar no es desechar. Si el Estado necesita ser reformado, que comience por revisar sus verdaderos privilegios, los de mayor impacto y menor justificación, y no por debilitar a los servidores que, día tras día, mantienen viva su operatividad institucional y su presencia en las comunidades.