• 22/07/2025 00:00

La despedida amarga de una huelga política

Una de las huelgas docentes más prolongadas y controversiales de los últimos años que se extendió desde el 23 de abril hasta mediados de julio llegó a su fin. Tras más de 80 días de paro, la dirigencia magisterial no logró ninguno de sus objetivos. Lo que comenzó como una protesta con apariencia legítima terminó convertida en una operación político-gremial que impactó el proceso educativo y vulneró el derecho de miles de estudiantes.

Desde el inicio, las demandas eran puntuales: derogar la Ley 462 de la Caja de Seguro Social, frenar sanciones administrativas y evitar que se penalizara a docentes por ausentarse de sus funciones. Sin embargo, al final del paro, ninguna fue atendida. Los dirigentes firmaron un acuerdo sin condiciones, aceptando que más de 700 docentes serían sancionados o investigados.

Volvieron sin salario, sin logros concretos y con la credibilidad muy afectada.

Lo que quedó en evidencia fue que la huelga, más allá de lo gremial, tuvo una fuerte carga política.

Distintas voces, dentro y fuera del magisterio, advirtieron que los líderes estaban siendo utilizados para desestabilizar al gobierno. La participación de estudiantes en marchas, repitiendo consignas sin conocer realmente las razones del conflicto, fue una muestra de que se intentó manipular la causa educativa para otros fines.

Ante una dirigencia desbordada, el Estado respondió con firmeza. El contralor Anel Flores actuó con claridad y determinación al no autorizar el pago a los educadores que abandonaron sus funciones, aplicando el principio de “no trabajo, no pago”. La Contraloría General cruzó los registros de asistencia del Ministerio de Educación con la planilla de pagos, detectando irregularidades y deteniendo desembolsos injustificados. Esta acción no solo evitó el uso indebido de fondos públicos, sino que también envió un mensaje contundente sobre la ética y la responsabilidad en el servicio público. Por su parte, la ministra Lucy Molinar activó medidas disciplinarias, revisó asistencias y reafirmó que el abandono de aulas no puede quedar sin consecuencias. La narrativa oficial centrada en la ilegalidad del paro, el daño a los estudiantes y la instrumentalización política caló en la opinión pública. El apoyo al movimiento se diluyó, la dirigencia sin base sólida ni consenso interno empezó a fracturarse. Frases como “el pueblo es malagradecido” o “nos dejaron solos” reflejaron la frustración de líderes que quedaron aislados.

Lo que se presentó como una huelga nacional se convirtió en una protesta limitada, sin fuerza real ni respaldo social. El movimiento terminó dividido, con liderazgos cuestionados y un profundo desgaste organizativo. Pero el mayor daño no fue político, fue humano. Los estudiantes fueron los verdaderos perdedores. Durante más de dos meses, miles de clases fueron canceladas. La asistencia cayó drásticamente, el trimestre quedó incompleto y las actividades de recuperación difícilmente podrán suplir lo perdido. El impacto emocional y académico fue enorme.

A todo esto se suma una realidad dolorosa: mientras muchos docentes mantenían la huelga en escuelas públicas, seguían trabajando en colegios privados. Incluso, varios tenían a sus hijos estudiando en esas mismas instituciones privadas. Es decir, quienes podían pagar, no vieron afectada la educación de sus hijos; quienes no podían, perdieron semanas clave de formación.

Esta doble moral dejó al descubierto una brecha injusta. La lucha, supuestamente por todos, terminó afectando solo a los más vulnerables.

Ahora que el paro ha terminado, la pregunta clave es: ¿Qué pasará en los salones de clases?

Muchos docentes regresan molestos, frustrados por no haber logrado sus metas. Si esa frustración no se canaliza con madurez, existe el riesgo de que busquen influir en los estudiantes, alentándolos a convertirse en los nuevos actores de una causa ya derrotada. Si eso ocurre, se repetirá el mismo error, y los únicos que volverán a perder serán los jóvenes.

La educación no puede seguir siendo rehén de intereses gremiales ni políticos. La escuela debe ser un espacio para aprender, no para adoctrinar. Los docentes tienen la enorme responsabilidad de construir ciudadanía desde el aula, no de sembrar resentimientos. Porque el futuro del país no se grita en las calles: se construye, día a día, en silencio, dentro de cada salón de clases.

Y este conflicto también nos deja una pregunta más profunda: ¿Está funcionando realmente nuestro sistema educativo? O simplemente lo estamos maquillando con reformas superficiales y decisiones reactivas. Lo que esta huelga reveló es que el problema no es solo de fondo, sino de estructura.

Panamá no necesita solo recuperar clases. Necesita una transformación completa del modelo educativo. Desde la actualización del pénsum, hasta la forma en que se evalúa y capacita a los docentes. No se trata de exigir más a los estudiantes mientras se tolera la mediocridad en quienes deben guiarlos. Es necesario elevar el estándar en todos los niveles: contenidos, métodos, disciplina y compromiso.

Si algo debe quedarnos claro tras esta huelga es que no podemos seguir improvisando con el futuro de nuestros jóvenes. Hay que tener la valentía de hacerse las preguntas difíciles, de revisar el sistema a fondo y de tomar decisiones firmes. Porque un país que descuida su educación, siembra su propio fracaso.

La educación no puede ser trinchera política ni botín gremial. Es, y debe seguir siendo, el corazón del progreso nacional. Y si no protegemos ese corazón ahora, no habrá discurso, protesta ni bandera que nos salve mañana.

*El autor es consultor de comunicación estratégica y política
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