Dubrovnik aprendió por las malas lo que significa morir de éxito. A mediados de la década pasada, esta joya del Mar Adriático —con su muralla intacta y su aire de postal medieval— descubrió que el turismo podía llegar a destruirla más rápido que cualquier guerra.

Más del ochenta por ciento de su economía depende de los visitantes, y durante años permitió que los cruceros descargaran enjambres de turistas dos, tres y hasta seis barcos a la vez. Era un festín invisible de selfies y chanclas... un colapso de humanidad sobre piedra caliza.

En 2017, el alcalde Mato Francovic dijo ¡basta! Firmó un memorándum con la Asociación Internacional de Líneas de Cruceros (CLIA) y lanzó el programa llamado “Respect the City”. Es una estrategia para domar las mareas humanas y devolverle dignidad al patrimonio Croata.

El objetivo no era espantar turistas, sino enseñarles modales. También dejar claro que el turismo no es un derecho humano, sino algo que debe gestionarse, regularse y, de ser necesario, frenarse.

Dubrovnik no está sola en esa batalla: Venecia, que durante años fue el parque temático de Europa, prohibió en 2021 el ingreso de los grandes cruceros a su laguna y ahora cobra una tasa diaria a los excursionistas.

Barcelona, ahogada en alquileres turísticos, lleva años persiguiendo apartamentos ilegales y tratando de rescatar a sus vecinos de la estampida estruendosa de las malditas maletas con ruedas.

En todas partes donde hay algo que ver se repite el mismo drama: las ciudades patrimoniales son convertidas en escenarios y sus habitantes reducidos a figurantes.

En el Casco Antiguo no deberíamos mirar desde la distancia, como si Dubrovnik quedara en otro planeta. También nosotros vivimos entre calles bloqueadas por autos, bolsas de basura que se amontonan bajo los balcones coloniales y el estrépito nocturno de locales que confunden el patrimonio con una divertida pista de baile.

La referida ciudad croata aprendió a la fuerza que la belleza sin medida se agota, y nosotros deberíamos tomar en cuenta que una ciudad viva no se mide por los cruceros que llegan, sino por los vecinos que se quedan.

No hay solución rápida ni decreto milagroso. Pero sí hay una lección clara: las ciudades patrimoniales no pueden seguir siendo trofeos del turismo, sino espacios donde el visitante sea huésped y no invasor. Dubrovnik empezó su camino al equilibrio.

El Casco Antiguo panameño —si quiere conservar su alma— haría muy bien en imitar el modelo.

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