El índice de Confianza del Consumidor Panameño (ICCP) se situó en 70 puntos en junio pasado, con una caída de 22 unidades respecto a enero de este año,...

Hay verdades que hieren como espinas, y otras, aunque silenciadas, duelen más cuando se las ignora. Los delitos sexuales ocurren con más frecuencia de lo que muchos imaginan y, lamentablemente, su detección y resolución oportuna no siempre es una tarea fácil; mucho menos lo son los procesos de recuperación del trauma, reparación del daño y una eventual reconciliación. Al romper el silencio, la víctima comienza un nuevo camino, un trayecto muchas veces tan doloroso como el abuso mismo, lleno de miedos, dudas y obstáculos.
Callar no es sinónimo de complicidad, todo lo contrario; en el contexto de los delitos sexuales, el silencio funciona como una bisagra oxidada que mantiene en pie una frágil calma, construida sobre el miedo y la indefensión. Esta perversa trampa, nacida del temor a no ser creídas ni protegidas, obliga a muchas víctimas a callar durante años, hasta que sus historias emergen por casualidad, de manera fortuita, sin que nadie la buscara, y muchos menos la sospechara.
Recientemente, el Gobierno Nacional sancionó la Ley 747, que introduce reformas sustantivas y procesales en materia penal, destacándose el endurecimiento de las penas aplicables a los delitos sexuales, así como ajustes en los procedimientos para la construcción de la prueba anticipada y la negociación de acuerdos de pena. Frente al alarmante aumento de crímenes sexuales en nuestro país, las reformas legislativas en materia penal, a menudo sin ser conscientes de ello, se articulan a partir del modelo teórico de la elección racional como eje que estructura sus decisiones y fundamentos.
Esta teoría sostiene que las personas delinquen tras un proceso deliberado de toma decisiones, en el que sopesan costos y beneficios. Llevado a la vida real, esto implicaría suponer que un violador hace un balance frío de los riesgos legales antes de agredir a su víctima y que, al ver demasiadas consecuencias negativas, por ejemplo, enfrentar una larga reclusión penitenciaria, opta por no hacerlo. Para ponerlo en otras palabras, estaríamos visualizando al violador como un contable de riesgos que toma decisiones basadas en el análisis de probabilidades y consecuencias y, por supuesto, la realidad es que los seres humanos no siempre nos comportamos de manera racional.
Sin desconocer la voluntad genuina de los propulsores de esta ley, desafortunadamente, el endurecimiento de las penas como estrategia disuasoria es cartón de piedra y rara vez resuelve el problema de fondo. La doctrina penal mayoritaria coincide en que no existe evidencia concluyente de que el aumento de las penas tenga una relación directa con la reducción de la criminalidad. Si esto es así, y esperaría estar equivocado, no está de más advertir que el entusiasmo mediático que acompaña la sanción de la Ley 747 podría resultar más simbólico que efectivo, al menos en términos de disuasión real de los delitos sexuales.
Puede no ser una ley perfecta, pero es un avance; y sí, ya escucho los reproches. Sin entrar a discutir si la ley es inconstitucional —tema que, por razones obvias, no me corresponde analizar, ya que no soy abogado, y que entiendo ya ha sido impugnada por algunos abogados ante la Corte—, considero que mientras ese debate legal y constitucional se resuelve, hay aspectos técnico-científicos que, desde mi experiencia, merecen ser discutidos o al menos considerados. A juicio de quien suscribe, esto permitiría ampliar el impacto positivo que se espera de la Ley 747.
Uno de esos temas es el mito persistente sobre la existencia de indicadores clínicos para identificar casos de abuso sexual. La mala interpretación por parte de fiscales y defensores, de la afectación psicológica —no como agravante de pena, sino como signo inequívoco de credibilidad y determinante causal— revela un sesgo profundamente arraigado en prácticas consuetudinarias que desestiman la evidencia científica, incluso a la luz de los avances más recientes.
No todos los seres humanos reaccionamos de la misma forma ante una experiencia traumática. Por sentido común —y por respeto a la complejidad del aparato mental— los operadores de justicia deberían al menos considerar la posibilidad de que, en algunos casos, las víctimas no manifiesten sintomatología asociada, y no por ello deben concluir que el delito no ocurrió. Si lo analizamos desde el otro extremo, la existencia de problemas psicológicos no puede ser interpretada de forma automática como evidencia indiscutible de agresión sexual, pues en la interpretación de la evidencia no existe un diagnóstico psicológico que, por sí solo, permita afirmar —sin lugar a dudas— que los hallazgos encontrados no pudieron haber sido causado por otros factores distintos al hecho investigado.
Vista así la situación, la labor de los peritos y expertos en ciencias de la conducta humana se debe circunscribir a evaluar la consistencia entre la sintomatología observada y el relato de la víctima, es decir, si los hallazgos podrían o no haber sido causados por la supuesta violación. Esta función no implica confirmar ni negar la ocurrencia del hecho. Adoptar este cambio de paradigma resulta esencial para avanzar hacia decisiones judiciales basadas en evidencia, y no en sesgos de confirmación o exceso de confianza. Si, por el contrario, se pretende instrumentalizar la ley, y por extensión las ciencias de conducta, con fines de venganza, el rol de la psicología desaparece en el ruido del juicio emocional, ya que la sed de venganza o de linchamiento mediático no son compatibles con los principios de un justicia racional y reparadora, ni con la lex artis de la psicología.
Como bien lo señala el maestro Eric García-López, el derecho está incompleto si se desentiende del conocimiento que aporta el estudio científico de la conducta humana. Mientras el silencio que se impone a las víctimas es una tragedia, hacer oídos sordos ante la evidencia es una elección deliberada y, por tanto, una forma clara de complicidad. No en vano reza el dicho: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”.