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- 11/03/2022 00:00
A menudo no hay musa que valga
Es sabido que hay historias que, esperando su oportunidad, salen solas, como nacidas de sí mismas; y otras que hay que hurgar hasta las más hondas raíces para irlas desentrañando del subsuelo del alma. Ambas pueden tener igual validez e importancia o puede ocurrir que una de las dos -o ambas- carezcan por completo del más mínimo relieve. Al respecto, pese a los lingüistas y profesores de Español, no existen reglas. Primero nace la escritura y los estudiosos clasifican a posteriori.
Así, planear meticulosamente los intríngulis más escabrosos de los hechos a narrarse puede ser tan eficaz como darle rienda suelta a la imaginación y dejar que las cosas, sin plan alguno, sucedan a su propio arbitrio. En cualquier caso, quien escribe puede ser la mano que mece la cuna o la mismísima cuna meciéndose sola como por arte de magia. De todo hay en la viña del Señor.
Por otra parte, nada, absolutamente nada, debe serle ajeno al arte como objeto y sujeto del artista, como posibilidad de ejecución. Cualquier tipo de arte, incluyendo por supuesto todas las variantes de la creación literaria -que en el fondo no son más que aspectos de la vida-. Por eso, en rigor, no debe haber de qué escandalizarse. Para todo hay gustos de parte de quienes llevan a cabo los sinuosos procesos de la creatividad y para quienes los reciben como receptores o espectadores que en última instancia hacen suyo lo visto, sentido, escuchado, intuido, y al hacerlo lo disfrutan o rechazan. Cada autor tiene su propia idiosincrasia, su propia moral, y por supuesto su propia visión de mundo.
Es sabido que desde la gracia o los tormentos en que se cuecen los recuerdos y se cimentan las imaginerías, hasta las hondas sinuosidades de los hechos más inmediatos, el darles un sentido a través de los colores, los sonidos, las formas o la escritura es una manera ancestral de rescatar sus momentos estelares o de liberar, sublimándola, una carga que podría resultar intensamente nociva si no se convirtiera con dedicación y talento extremos en una forma de arte. Una forma de arte que no tiene normas porque es personalísima.
Ocurre que en más de un sentido escribir es darle sentido a los claroscuros del absurdo y rescatar el placer de sentirse libre bajo el fragor asfixiante de las tormentas; es ver detrás de la fachada de las cosas destinadas a permanecer ocultas y darle voz a los silencios más atroces; es entrar en el espeso caldo de cultivo de los secretos mejor guardados para rescatar motivaciones abstrusas e ideales no siempre compartidos. Es ser uno mismo y ser los otros a un mismo tiempo sin hacer concesiones. Porque sucede que los buenos cuentos, novelas y poemas que surgen desde sentimientos muy profundos pero también desde desconocidos abismos interiores son tan relevantes como todo lo nacido de una imaginación que no por desbocada es irrelevante; esto, independientemente de los temas planteados y de las técnicas narrativas que se elijan para poner frente a los ojos del lector determinada concepción de los claroscuros ineludibles de la vida que puedan tener los autores. Así, todo lo que se escribe tiene, consciente o inconscientemente, una razón de ser, una manera de expresarse, un determinado efecto en la sensibilidad del lector.
Independientemente de si un texto literario puede clasificarse en última instancia como metafísico, sociopolítico, sicológico, erótico, policíaco, metaficcional, fantástico o de ciencia-ficción entre otras posibles denominaciones generalizadoras y no siempre exactas, lo que importa es que podamos apreciar formas creativas de interpretar situaciones, ambientes y personajes que forman parte de la realidad planteada. Y además entender, como lectores, que todo artista hibridiza de un modo u otro sus materiales a fin de darles una porosidad que se parezca a la que caracteriza al mundo real. A veces lo hace deliberadamente, y otras no hace más que sucumbir ante las exigencias del texto mismo. Y como bien sabemos quienes escribimos, a menudo no hay Musa que valga: lo que hay es componentes del mundo ficcional que exigen su propio hábitat existencial y pueden llegar a ser muy intransigentes...
Genios de las ciencias sicológicas como Freud, Jung y Adler lo tenían muy claro, pero mucho antes que ellos los más conspicuos poetas, dramaturgos y filósofos griegos de la antigüedad. Desde Sófocles y Eurípides, pasando por Aristóteles y Platón, hasta Shakespeare y Cervantes para solo mencionar a varios de los más ilustrados, dieron en la literatura de su tiempo no pocas claves del devenir humano. Y como se sabe, la lista posterior de autores de numerosas épocas y países hasta llegar a la actualidad, quienes plasmaron en sus obras no pocas de nuestras obsesiones, esperanzas y temores, es inmensamente larga y variada: Fiodor Dostoievski, Virginia Woolf, Franz Kafka, García Lorca, William Faulkner, Thomas Mann, James Joyce, Walt Withman, Henry James, César Vallejo, Gustave Flaubert, Vladimir Nabokov, Marguerite Duras, Juan Rulfo, y García Márquez, entre muchos otros, aportaron invaluables muestras de su talento al mundo. Y algunas de sus respectivas obras literarias permanecen.