El impacto va más allá de la venta final. Incluye la compra de telas, hilos perlas y otros insumos, creando una cadena de valor que dinamiza la economía...
Nuestros tiempos son peculiares. Lo que hace algunos años habría causado un gran revuelo, hoy apenas logra un espacio fugaz en los medios o, simplemente, es ignorado. Casos de corrupción, asesinatos, robos y un sinnúmero de conductas claramente delictivas —que van en contra de nuestro tan citado “Estado de derecho”— han pasado a un segundo o incluso tercer plano, opacados por un gatito viral, un baile o el último reto en TikTok.
Una gran parte de nuestra sociedad ha normalizado, con un resignado c’est la vie, aquello que en otros tiempos habría generado repudio o horror. Y, lo más preocupante es que los medios lo saben. Un bombardeo a una tienda de campaña llena de civiles ya no ocupa los titulares con el mismo peso trágico que la última ruptura amorosa del influencer o youtuber del momento.
Recuerdo un monólogo del comediante Dave Chappelle, quien, con cierto sarcasmo, reflexionaba sobre cómo la tragedia del transbordador Challenger conmovió al mundo entero. Sin embargo, hoy vivimos como si todos los días explotara un transbordador espacial. ¿Cómo podría importarnos algo, si todo parece suceder al mismo tiempo y creemos saberlo todo desde antes? No hemos terminado de procesar una guerra, un desastre o un crimen político cuando ya ocurre otro... y otro más. Lloramos un atentado en París, y casi inmediatamente sucede otro en Alemania, y luego otro en Israel. No alcanzamos a sanar lo sucedido cuando, en la misma semana, ya hay tres tragedias más. Perdemos la cuenta, y esa saturación informativa nos conduce inevitablemente a la indiferencia. Esa indiferencia, nacida del exceso de estímulos y del cansancio moral, se ha convertido en el sello de nuestra generación: una época que ha forjado nuestra piel de acero, una armadura para enfrentar el diario vivir. Vivimos en una época de locura colectiva, en la que nadie sabe bien qué está mirando, porque se ha perdido el interés por comprender. Una época hipercomunicada, pero ignorante de una premisa básica: estar conectados no significa estar unidos, y mucho menos informados.
Tenemos la bendición de poder hablar con un familiar, o incluso con un desconocido, al otro lado del mundo; ver su rostro, oír su voz... Y, sin embargo, esta cercanía digital que damos por sentada, paradójicamente, nos aleja más que nunca. Escuchamos noticias que llegan desde el otro lado del planeta mientras aún se desarrollan, pero esa inmediatez, lejos de acercarnos a la realidad, nos anestesia. Como en el ejemplo japonés de los hikikomori, vivimos conectados, aunque profundamente solos.
En esa soledad —que muchos confunden con fortaleza o consideran un requisito indispensable para la libertad o el desarrollo intelectual, citando a Schopenhauer— se oculta, en realidad, el síntoma de una sociedad incapaz de establecer prioridades colectivas. Hemos aprendido a enorgullecernos de la distancia emocional, a admirar la autosuficiencia como sinónimo de madurez. Así, una sociedad que valora la piel curtida e impenetrable, independiente y egoísta, termina confundiendo la insensibilidad con la sabiduría. Lo que se considera una virtud no es más que un obstáculo para la convivencia humana.
Surge entonces la pregunta: ¿es acaso nuestra piel cubierta de placas de acero una cualidad del Übermensch, el superhombre de Nietzsche, si la aplicamos a nuestra aspiración individual contemporánea? Ese individuo que, según el filósofo, encarna la autorrealización y la plenitud personal, y que ha trascendido la moral convencional para crear sus propios valores. ¿O es solo un espejismo, una interpretación superficial de la superación individual? Porque en una sociedad donde el ideal es rechazar la religión, negar la moral colectiva y afirmar la vida únicamente desde el hedonismo, el resultado no es un ser superior, sino un individuo indiferente y profundamente solo, refugiado en su desinterés y repitiendo, como un mantra orwelliano: “La ignorancia es fuerza”.
Tal vez nuestra piel de acero no sea símbolo de fortaleza, sino de agotamiento. Hemos confundido resistencia con frialdad, autonomía con aislamiento, lucidez con apatía. Y mientras más nos blindamos para sobrevivir en un mundo saturado de información y vacío de sentido, más nos alejamos de lo que nos hace verdaderamente humanos: la vulnerabilidad, la empatía y la capacidad de sentir con los otros.
Quizá el verdadero desafío de nuestra época no sea endurecer la piel, sino atrevernos a ablandarla.