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- 19/08/2020 00:00
Nuestro Estado nacional: ¿ha fracasado?
Mi respuesta corta es un no enfático. Sin embargo, la COVID-19 presenta el desafío a la estabilidad y estructura del Estado nacional más grave que hemos confrontado en nuestras vidas. Para enfrentarlo se requieren, como destaca el politólogo Iván Krastev, la experiencia previa del Gobierno para gestionar crisis similares (SARS en Asia, p. ej.), la confianza de la gente en sus instituciones y la capacidad del Estado (¿Ya es mañana? Cómo la pandemia cambiará el mundo, 2020). El mundo se va a transformar, apunta Krastev, “no porque nuestras sociedades quieran cambiar ni porque exista un consenso sobre la dirección del cambio, sino porque ya no podemos volver atrás”. Es, ha dicho el filósofo francés Bernard Henry-Lévy, “la epidemia del miedo, no solo (de la COVID-19), la que ha descendido sobre el mundo” (Este virus que nos vuelve locos, 2020). Este autor, siguiendo al patólogo Rudolph Virchow, sostiene que una epidemia “es un problema social con algunos aspectos médicos”, contrario a lo que el Estado nos ha planteado.
Hace algunas semanas leí la afirmación de que tenemos un Estado fallido. También he visto reportajes internacionales que colocan a nuestro país entre los primeros del mundo en cuanto a la incapacidad del Estado panameño en controlar la pandemia. La desconfianza en nuestras instituciones agrava las tres crisis que nos agobian: socioeconómica, de salud e institucional.
Aquellas afirmaciones sobre nuestro Estado, que se dice fallido o incompetente, me han movido a reflexionar sobre ellas y si, en realidad, nuestro devenir histórico y cultural demuestra que hemos fracasado en la construcción de un Estado nacional soberano, democrático, solidario y con capacidad de enfrentar los grandes problemas del país. Quizás tales juicios podrían darle relevancia, ante quienes subestiman al Estado que hemos construido, a las frases del pensador José Ortega y Gasset en su proemio a la obra de Oswald Spengler (La decadencia de Occidente): “… se oye por dondequiera un monótono treno sobre la cultura fracasada… Filisteos de todas las lenguas y de todas las observancias se inclinan ficticiamente compungidos ante el cadáver de esa cultura que ellos no han engendrado ni nutrido”.
Abordo la historia como una lucha constante por superar la necesidad económica y la violencia arbitraria como condiciones para una vida de bienestar integral; es decir, una vida que los individuos tienen motivos para valorar. Ello, por supuesto, sin metas predeterminadas, sin determinismo alguno, peligro que advertía el filósofo Karl Popper (La miseria del historicismo). La libertad, espacio libre de violencia arbitraria, ha sido producto de una larga evolución hoy entendida como un Gobierno limitado, no arbitrario, como apunta la historiadora holandesa Annelien De Dijn (“Freedom: an Unruly History”, 2020) que traza esa idea desde “Herodoto hasta nuestros días”. Parte de nuestra angustia colectiva resulta de la pandemia que causa tanto sufrimiento arbitrariamente distribuido.
El primer componente de mi idea sobre la historia es claro: sin liberarnos de la necesidad económica no puede haber condiciones suficientes para vivir plenamente, lo que me lleva al segundo elemento de mi visión: la lucha contra la violencia arbitraria.
Esa última se ha librado contra otros Estados; contra nuestro Estado autoritario y su degeneración tiránica (Sófocles en su “Edipo Rey”, tyrannus o tirano en el original griego, rebautizado rex o rey en latín, destacaba que el tirano emplea la violencia arbitraria, no escucha, no aprende y arrastra a otros en la tragedia). Tal lucha se libra constantemente frente a la administración pública, grupos del crimen organizado o delincuentes comunes; y es una lucha en expansión, como la que se libra dentro de las familias.
La violencia para ser aceptada debe ser legítima, al punto que el sociólogo Max Weber entiende que el Estado es la institución que tiene el “monopolio de la violencia legítima” (“La política como vocación”). Eso implica que la violencia legítima se someta a derecho, que no sea arbitraria.
Nuestras constituciones republicanas han señalado que las autoridades están instituidas para proteger la vida, honra y bienes de los panameños y residentes extranjeros (artículo 17 actual), asegurar los derechos fundamentales y cumplir y hacer cumplir la Constitución y la Ley.
La pregunta entonces es si nuestro Estado nacional ha progresado en alcanzar esos objetivos o ha fracasado en esa tarea.
Habría que empezar con una verdad irrefragable: nacimos a la vida republicana en 1903 sobre los hombros del proyecto imperial norteamericano de Teddy Roosevelt. Ese fue nuestro pecado original, pero lo purgamos gradualmente, en 1936 con un tratado que eliminó la potestad intervencionista del Tratado Hay-Buneau Varilla y la Constitución de 1941 que derogó el intervencionismo extranjero que autorizaba la Constitución de 1904 (artículo 136), hasta su erradicación con los Tratados Torrijos-Carter y la desaparición de la colonia llamada Zona del Canal. Iniciamos el siglo XXI con un Estado soberano.
La lucha contra la violencia arbitraria también triunfó con la derrota del Estado militar y la construcción de una democracia electoral efectiva y con un Estado de derecho, fuerte inicialmente en los años noventa, pero hoy seriamente debilitado y con severa desconfianza en las instituciones políticas.
En el plano económico la lucha contra la necesidad experimentó un avance extraordinario en estas tres décadas, con un crecimiento económico prominente en la región y sin precedentes en nuestro país, reducción de la pobreza y de la desigualdad y creciente movilidad social (la clase media aumentó en 12 %, según el Banco Mundial). Estos avances han experimentado, en cuestión de meses, un estrepitoso retroceso a raíz de la pandemia.
Hoy vemos protestas contra la nueva necesidad económica causada por el desempleo y contra la restricción arbitraria de libertades públicas. Esas luchas son la constante de nuestra historia, pero confirman, no refutan, que la marcha lenta, pero sostenida hacia la consolidación de un Estado nacional democrático es real.
El Estado nacional ha tenido éxito en recuperar su soberanía, la democracia y en progresar económicamente. La pandemia ha desvelado que esos avances no son constantes ni asegurados. Ahora el Estado necesita renovarse, ser más inclusivo y solidario y fortalecer su capacidad para enfrentar una nueva era de profunda crisis económica, desempleo, nacionalismos exacerbados, xenofobia, posiblemente el final de la globalización como la conocemos y tal vez una segunda guerra fría, esta vez entre China y EE. UU. Adecuar nuestro Estado para enfrentar un mundo cambiado es el gran desafío nacional.
(*) Doctor en Derecho, máster en Economía, expresidente de la Corte Suprema de Justicia, ex profesor universitario, autor de obras jurídicas publicadas en Europa y América, abogado practicante.