Las acciones de la Contraloría se dan tras más de un mes de huelga en el sector docente que arrancó formalmente el pasado 23 de abril

Abraham Lincoln, en el histórico discurso de Gettysburg, finalizó diciendo: “Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, prevalezca en la tierra”.
Esa oración desde entonces ha servido para definir cómo o qué es la democracia que, generalmente se concuerda, nació en Atenas hace 2.000 años, pero que, también se concuerda, en su forma original sería impracticable en los tiempos que vivimos.
Nuestra Constitución, como la mayoría de los estatutos fundamentales, no contiene ni propone una definición de democracia y se limita a declarar que nuestro gobierno es “unitario, republicano, democrático y representativo”.
Los dos primeros términos no requieren de mayores interpretaciones. Ambos describen cómo es nuestro gobierno. Al definirlo como unitario, lo diferencia de los federales, como los de Estados Unidos o de la Argentina, en que los estados o las provincias tienen mayor autonomía para decidir, por ejemplo, en temas educativos, de salud o de seguridad y generalmente tienen parlamentos propios. Y, al definirlo como republicano, lo diferencia, por ejemplo, de las monarquías o de regímenes totalitarios, de los que son ejemplos España, Rusia, China Popular, Corea del Norte, Cuba o Venezuela.
Un tema muy distinto es explicar qué es un gobierno democrático o qué se entiende o cuándo un gobierno es representativo. En nuestro caso, democrático viene a ser sinónimo de “elegido por votación popular”. En otras palabras, nuestra democracia es, esencialmente, “electoral”, y por todos los vicios y falencias que acusa hasta se podría calificar como esencial o fundamentalmente “electorera”. Y la consecuencia es que el pueblo no gobierna, sino que en su nombre lo hacen, en su representación, los ganadores de las elecciones.
Ante esa realidad es procedente preguntar: ¿Nuestra democracia es un gobierno del pueblo o es un gobierno de los políticos? Y ante el hecho de que el pueblo, aparte del breve momento en que ejerce el derecho a votar, no es tomado en cuenta para decidir el rumbo de la nación, sino que es sustituido por “sus representantes”, no se requiere de mayor argumentación para confirmar la realidad inobjetable de que el pueblo no gobierna. Por tanto, hay toda razón para afirmar que en Panamá no hay “un gobierno del pueblo” o un gobierno “por el pueblo”.
Al ser nuestro sistema político definido como representativo, hay que suponer que quienes ejercen el gobierno representan las aspiraciones de los representados. Si esto en realidad fuera así, entonces no habría razón para que el pueblo rechazara las decisiones de los gobernantes. Por tanto, si no existe esa sintonía o el pueblo abiertamente rechaza las decisiones de los gobernantes, eso es indicativo de que estos no cuentan con el respaldo del pueblo. En otras palabras, no gobiernan para el pueblo.
Los gobiernos en nuestro sistema electoral pueden ser elegidos contando con la mayoría absoluta de los votos, como fueron los casos de Guillermo Endara o de Ricardo Martinelli. Pero también porque el sistema electoral lo permite pueden ganar las elecciones con votaciones muy inferiores al
50 %, casos de los que son ejemplo Pérez Balladares, Cortizo o Mulino, ninguno de los cuales alcanzó siquiera el 35 % de los votos válidos que, en términos de representatividad, oscila entre el 27 % y el 28 % del electorado.
No es necesario demostrar que una mayor representatividad favorece la gobernabilidad y que, por el contrario, mientras menor es la representatividad mayores son las dificultades para gobernar. Esa realidad incontrastable es la que estamos viviendo todos los días, cuando el gobierno en funciones es retado abiertamente por amplios y mayoritarios sectores del pueblo, que no se sienten representados por quienes, aunque gobernantes legalmente legítimos, carecen de respaldo popular, o sea, que no son democráticamente legítimos.
A los gobiernos enfrentados a esa realidad les quedan dos caminos: 1.) Tratar de recuperar representatividad democrática, tendiendo los puentes para ganar aceptación popular o 2.) Reprimir la protesta popular para tratar de imponerse por la fuerza. El primero es el camino correcto; el segundo, como lo ha demostrado la historia, siempre ha terminado con la victoria del pueblo.