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- 08/10/2023 00:00
Seis horas en el Museo del Holocausto
“Me veo obligado a buscar la migración y, hasta donde puedo ver, Estados Unidos es el único país al que podemos ir”, escribió Otto Frank a un amigo estadounidense el 30 de abril de 1941. La familia Frank: Otto, Edith y sus dos hijas, Margot y Anne, habían pasado los últimos siete años en los Países Bajos, a donde huyeron después de que Hitler llegó al poder en su Alemania natal. Pero la invasión nazi de mayo de 1940 convirtió su refugio en una jaula. A medida que aumentaban las regulaciones antisemitas, Otto se dio cuenta de que la única forma de garantizar la seguridad de su familia era escapar.
Nathan Straus Jr. fue el amigo a quien Otto escribió pidiendo ayuda. Los antepasados de Straus habían emigrado un siglo antes a Estados Unidos, donde vendían productos textiles. Su padre era propietario de la cadena Macy's. Cuando Nathan recibió la carta de Otto, se desempeñaba como administrador de la Autoridad de Vivienda de Estados Unidos; él y su esposa, Helen, eran amigos de los Roosevelt. Si alguien podría haber sacado a los Franks de Holanda, eran los Straus.
Pero ni siquiera ellos pudieron atravesar la maraña de restricciones a la inmigración impuestas por Estados Unidos en los años anteriores y durante la Segunda Guerra Mundial. Los grupos antisemitas, xenófobos y racistas de la sociedad estadounidense habían utilizado su poder político para mantener alejados a los inmigrantes percibidos como indeseables, incluidos los judíos. La influencia de estos grupos aumentó justo cuando los judíos estaban cada vez más desesperados por abandonar Alemania y el territorio en constante expansión que ocupaba. Estados Unidos no sólo se mostró reacio a relajar sus rígidas leyes de inmigración para ayudarlos, sino que introdujo nuevas restricciones y como resultado cientos de miles de inmigrantes potenciales encontraron la muerte a manos de los nazis, entre ellos Edith, Margot y Anne Frank. Otto sobrevivió a Auschwitz y regresó a los Países Bajos, donde editó y publicó el famoso diario de su hija.
La pregunta que se origina de mi visita de seis horas al Museo del Holocausto en Washington DC es de si Estados Unidos estaba en la capacidad de prevenir el Holocausto o al menos reducir el número de sus víctimas. Usualmente, la pregunta suele plantearse como una cuestión militar: ¿debieron los Aliados haber dirigido parte del esfuerzo de guerra a interrumpir la operación de los campos de concentración, por ejemplo bombardeando las vías del ferrocarril que iba a Auschwitz? Pero como comenta el historiador Peter Hayes: “La exclusión de personas ha sido tan estadounidense como el pastel de manzana”. Si bien las palabras del famoso soneto de Emma Lazarus de 1883, “Dame tus cansados, tus pobres. Tus masas apiñadas que anhelan respirar libres”, representan el espíritu de la Estatua de la Libertad, la realidad es que la política migratoria estadounidense durante los últimos 160 años es cuestionable.
Franklin D. Roosevelt, que había leído Mein Kampf en alemán y fue el primer candidato de un partido importante en denunciar el antisemitismo, llegó a la presidencia en 1933, justo cuando Hitler tomaba el control de Alemania y las condiciones de los judíos alemanes se deterioraban rápidamente. A medida que Hitler ocupó cada vez más territorio (Austria, Checoslovaquia, Polonia), el número de judíos que esperaban emigrar aumentó exponencialmente. Entre 1933 y 1938, aproximadamente la mitad de los 600 mil judíos alemanes huyeron; muchos de ellos, incluidos los Frank, a países cercanos como los Países Bajos, donde los alemanes pronto los alcanzarían.
A finales de 1938, Otto Frank presentó por primera vez solicitudes para su familia en el consulado estadounidense en Rotterdam. La lista de espera para emigrantes ascendía a alrededor de 400 mil nombres. En mayo de 1939, casi mil inmigrantes navegaron de Hamburgo a La Habana en el barco St. Louis, sólo para que el gobierno cubano les negara la entrada. El Departamento de Estado de Estados Unidos dijo que los pasajeros tendrían que esperar su turno para obtener las visas estadounidenses, una espera que habría durado años. Canadá también los rechazó. Los pasajeros dijeron que preferirían morir antes que regresar a Hamburgo; el capitán consideró encallar el barco frente a las costas de Inglaterra o Francia. Finalmente, después de que las organizaciones judías prometieran pagar $500 mil (más de $10 millones hoy), Inglaterra, Francia, Bélgica y los Países Bajos acordaron conjuntamente recibir a los refugiados. Más de 350 de ellos finalmente murieron en el Holocausto.
Mientras Hitler avanzaba hacia los Países Bajos y Francia en 1940, el procedimiento de solicitud cada vez era más confuso y variaba de un consulado a otro. Algunos cónsules solo exigieron declaraciones juradas; otros exigieron prueba de apoyo material. Este fue el clima en el que Otto Frank se acercó a Nathan Straus Jr. y le preguntó si estaría dispuesto a facilitar $5 mil, el equivalente a unos $100 mil actuales.
A mediados de junio de 1941 la situación se complicó aún más. Después de que Washington obligó a Alemania a cerrar sus consulados estadounidenses, Alemania expulsó a todos los cónsules estadounidenses dentro de su territorio. Straus informó a Frank en julio que para tramitar una visa, necesitarían llegar a un país donde todavía estuviera funcionando un consulado estadounidense. Pero hacer un viaje así desde Holanda era prácticamente imposible. Solo se podía viajar a un país si ya se tenía un permiso de salida (es decir, una visa para el país al que deseaba emigrar), pero la única forma de obtener dicha visa era presentarse personalmente en un consulado.
Otto no se rindió. En septiembre de 1941 le escribió a Nathan con una nueva idea: utilizar una visa de Cuba para llegar a un país neutral. Esto requeriría un depósito de seguridad en un banco estadounidense en Cuba, así como tarifas al servicio de inmigración cubano, transporte desde Cuba y el costo de las visas, por un total de más de $6 mil. Y los Straus acordaron cubrir el costo de las visas de la familia Frank. Pero el 1 de diciembre, cuando finalmente se envió una visa cubana a Otto, ya era demasiado tarde. El 7 de diciembre los japoneses atacaron Pearl Harbor y Cuba inmediatamente canceló su programa de visas.
Es increíble que para miles y miles de judíos, un pedazo de papel con un sello fue la diferencia entre la vida y la muerte. Hoy más que nunca necesitamos la perseverancia de un Otto Frank y también la valentía de una Miep Gies, la holandesa que brindó apoyo a los Frank mientras estuvieron escondidos. Y sobre todo necesitamos la solidaridad para que las naciones reconozcan su obligación de hacer que este mundo sea más seguro para todos sus habitantes. De lo contrario, un trozo de papel con un sello seguirá marcando el destino de muchos migrantes más.