• 09/03/2010 01:00

Naturalidad y sencillez

Nuestros gobernantes y autoridades de turno debieran aprender más de los hombres y mujeres sencillas y humildes que nos han antecedido a...

Nuestros gobernantes y autoridades de turno debieran aprender más de los hombres y mujeres sencillas y humildes que nos han antecedido a través de los años y la historia. Cuando Jesús nació, por ejemplo, llegó al Templo en brazos de su Madre. Las madres tenían que esperar al sacerdote en la puerta y aguardar a que les llegara el turno. La ceremonia del Niño en nada se diferenció exteriormente de lo que solía ocurrir en estas ocasiones.

Toda la vida de María estuvo penetrada de una profunda sencillez. Su vocación se realizó siempre con naturalidad. Aparece en casa de su prima Isabel para ayudarla, para servirla durante aquellos meses; prepara para su Hijo los pañales y la ropa, vive treinta años junto a Jesús, sin cansarse de mirarlo, con un trato amabilísimo, pero con toda sencillez. Cuando en Caná alcanza de su Hijo el primer milagro, lo hace con naturalidad que ni siquiera los novios se dan cuenta del hecho portentoso. En ningún momento alardea de especiales privilegios. María Santísima pasa inadvertida, como una más entre las mujeres de su pueblo.

La sencillez y la naturalidad hicieron de la Virgen, en lo humano, una mujer especialmente atrayente y acogedora. Su Hijo, Jesús, es el modelo de la sencillez perfecta, durante treinta años de la vida oculta, y en todo momento: cuando comienza a predicar la Buena Nueva no despliega una actividad ruidosa, llamativa o espectacular. Jesús es la misma sencillez cuando nace o es presentado en el Templo, o cuando manifiesta su divinidad por medio de milagros que solo Dios puede hacer.

Igualmente ocurre en otras instancias en donde personas han trascendido e impactado la vida de muchos. Agustín, Ignacio y Javier, para nombrar algunos santos. O Lincoln, Gandhi, Mandela o la Madre Teresa para resaltar otros. Lo cierto es que todos huyeron del espectáculo y de la vanagloria, de los gestos falsos y teatrales. Se hicieron asequibles a todos: a los enfermos, desahuciados, esclavos y a los más desamparados, que acudieron confiadamente a ellos para implorarles el remedio de sus dolencias o las soluciones de sus problemas.

La sencillez es una manifestación de la humildad. Se opone radicalmente a todo lo que es postizo, artificial o engañoso. Y es una virtud especialmente necesaria para obtener la dirección espiritual, para el apostolado y la convivencia con las personas con las que cada día hemos de relacionarnos.

La sencillez exige claridad, transparencia y rectitud de intención, que nos preserva de tener una doble vida, de servir a dos señores: a Dios, y a uno mismo. La sencillez, además, requiere de voluntad fuerte, que nos lleve a escoger el bien, que se imponga a las tendencias desordenadas, y domine lo turbio y complicado que hay en todo ser humano. El sencillo juzga de las cosas, de las personas y de los acontecimientos, según un juicio iluminado por la fe, y no por las impresiones del momento.

La sencillez es una consecuencia y una característica de la llamada conversión espiritual, a la que se nos invita especialmente en estos días de Cuaresma. Sencillo es quien actúa y habla en íntima armonía con lo que piensa y desea; quien se muestra a los demás tal como es, sin aparentar lo que no es o lo que no posee. Produce siempre una gran alegría encontrar personas llanas, sin pliegues ni recovecos, en quien se puede confiar.

La sencillez y la naturalidad son virtudes extraordinariamente atrayentes: para comprenderlo, basta mirar la historia y leer sobre aquellos que en su misión han destacado. Pero hemos de saber que son virtudes difíciles, a causa de la soberbia, que nos lleva a tener una idea desmesurada sobre nosotros mismos, y a querer aparentar ante los demás por encima de lo que somos o tenemos. Nos sentimos humillados tanta veces por desear ser el centro de la atención y de la estima de quienes nos rodean; por no reconocer que, en ocasiones, actuamos mal; por no conformarnos con hacer y desaparecer, sin buscar la recompensa de una palabra de alabanza o de gratitud. Muchas veces nos complicamos la vida por no aceptar las propias limitaciones, por tomarnos demasiado en serio. La soberbia puede inducirnos a hablar demasiado sobre nosotros mismos, a pensar casi exclusivamente en nuestros problemas personales, o a procurar llamar la atención por caminos a veces complejos y enrevesados. Hasta puede hacernos simular enfermedades inexistentes, o alegrías o tristezas que no se corresponden con nuestro estado de ánimo.

La pedantería, la jactancia, la hipocresía y la mentira, tan comunes en nuestros gobernantes y autoridades de turno, se oponen a la sencillez y, por tanto, a la amistad y al servicio a los demás. En realidad, con la soberbia que los caracteriza, se dificulta la convivencia amable y se convierten en un verdadero obstáculo para la vida pacífica. Es hora, entonces, de que desde el presidente hacia abajo, tocando especialmente a cada uno de sus ministros y designados, cuiden la rectitud de sus intenciones, expongan sus propias flaquezas, sin tratar de disimularlas o negarlas, y aprendan a ser sencillos. Y no tengan miedo de pedir ayuda, ese sería su primer gesto de fortaleza.

*Empresario.lifeblends@cableonda.net

Lo Nuevo