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Panamá es un país con piel de agua. Llueve generosamente. Brotan ríos de las montañas. El mar nos abraza por dos costas. Y, sin embargo, estamos matando esa bendición. Lo hacemos todos los días. Lo hacemos sin pensar. Y lo peor: lo estamos haciendo contra nosotros mismos.
Basta con mirar los ríos. No hay que ir muy lejos. Pasé por el puente de Juan Díaz y miré. Esa corriente no es transparente: arrastra plásticos, colchones, botellas, pañales. Arrastra la desidia. Arrastra nuestra falta de conciencia. Y luego, esa misma agua —mezclada con agroquímicos, metales pesados y restos fecales— sigue su camino hasta el mar, donde también se ha dejado de respirar. La basura que vemos flotando no es la peor. Lo más peligroso es lo que no se ve: los químicos que envenenan los peces, los desechos que viajan hasta nuestras playas, las bacterias que entran al cuerpo de nuestros hijos mientras se bañan.
Hay pueblos enteros que ya no pueden beber agua del grifo. Hay niños con infecciones intestinales que se repiten una y otra vez. Hay playas que huelen a podredumbre. Y hay autoridades que se esfuerzan, pero se ven rebasadas, porque no es solo un problema de Estado. Es un problema de cultura. Es un problema de casa. Es un problema de nosotros.
¿Quién está tirando los restos de comida a la quebrada? ¿Quién lanza fundas llenas de basura desde su carro mientras cruza el puente? ¿Quién construye urbanizaciones sin plantas de tratamiento, dejando que los desechos fecales se vayan al río más cercano? ¿Cuáles son las agroindustrias que vierten pesticidas y residuos químicos sin control, o las operaciones mineras que contaminan las cuencas con metales pesados, sin pensar que también tienen hijos y nietos? Lo estamos haciendo nosotros. Con nuestras manos. Con nuestra indiferencia.
No podemos hablar de desarrollo mientras echamos la porquería por la ventana, mientras creemos que “la corriente se lo lleva”.
Pero la corriente no borra nada. La corriente lo devuelve. Lo devuelve en forma de enfermedad, de pobreza, de vergüenza. Lo devuelve en los ojos de un niño que pregunta por qué tiene diarrea otra vez. Lo devuelve en el turista que decide no volver. En la piel de una nación que fue bendecida con agua y que ahora sangra.
No es justo. No es justo para nosotros. No es justo para los niños que vienen. No es justo para la tierra que nos sostiene.
¿Acaso alguien nos convenció de que tirar una botella al río no tiene consecuencias? ¿De que usar detergentes y químicos en exceso no daña? ¿De que lo que no vemos no nos afecta? Basta ya de mentiras cómodas. Sabemos que el río está enfermo. Sabemos que el mar está lleno de basura. Y sabemos que tenemos responsabilidad en ello.
Entonces hay que actuar. No se trata de discursos ni de campañas. Se trata de mirar lo que hacemos cada día. De enseñar a nuestros hijos a no tirar basura. De recoger la que encontramos. De construir con respeto. De exigir que los negocios no viertan veneno en el agua. De pedir cuentas. De cambiar hábitos.
Y, sobre todo, se trata de entender algo que hemos olvidado: el agua es vida. No es una frase bonita. Es real. El agua que baja por el río puede terminar en tu vaso. En tu plato. En la sangre de tu nieto. El agua sucia no se va a otra galaxia. Se queda aquí. En nosotros. Y nadie vendrá a salvarnos de nosotros mismos.
Por eso, cuidar el agua es un acto de justicia. Una forma de amor. Una responsabilidad ética. Porque no podemos heredarles a los niños un país contaminado y decirles que hicimos lo que pudimos. No. Tenemos que hacer más. Tenemos que hacer lo necesario.
Y lo necesario empieza con un cambio de actitud. Con dejar de mirar hacia otro lado. Con dejar de echar la culpa al gobierno, a los otros, a la pobreza, al descuido ajeno. Hay cosas que no cuestan. No tirar basura al río no cuesta. No lavar el carro con químicos que se van al drenaje no cuesta. Exigir que las construcciones respeten el medioambiente no cuesta. Enseñar, cuidar, corregir... Eso no cuesta. Eso dignifica.
Panamá puede ser un ejemplo mundial de respeto al agua. Pero, para eso hay que empezar desde abajo, desde adentro, desde uno. Porque el país no cambiará si no cambiamos nosotros. Y porque el agua no tiene voz, pero sí memoria.
Hoy, que todavía hay tiempo, limpiemos lo que ensuciamos. No por obligación. No por moda. Por justicia. Por amor. Por sentido común. Por nuestros hijos y nietos. Y porque el futuro nos está observando.