Así lo confirmó el viceminsitro de Finanzas, Fausto Fernández, a La Estrella de Panamá
- 06/09/2022 00:00
El sesgo belicista es una venda en los ojos
Debemos buscar y escrutar las lecciones que encierra la historia y que obstinadamente nos empeñamos en ignorar, una generación tras otra. Cuando uno tiene veinte o treinta años, se imagina el curso de la humanidad como un camino en ascenso, una pendiente lineal y promisoria que lleva siempre más lejos, hacia horizontes de mayor bienestar y progreso. Y luego advierte que el tiempo a veces gira sobre sus ejes; que la marcha en ocasiones dibuja círculos y nuestros pueblos se topan de frente con su propio espectro. ¿Quién podría pensar que a estas alturas del siglo XXI estaríamos reiterando la necesidad de defender conquistas que dimos por ganadas, desde el multilateralismo hasta la democracia, desde la cooperación hasta el sistema de derechos humanos?
Por eso mi primera mención es al tiempo y a su asombrosa manera de agitar las ramas de nuestro presente con vientos pretéritos. Pero si la marcha sinuosa de la humanidad nos resta anhelo, el tesón de la solidaridad nos restituye el aliento. Hay quienes miran molinos y se dan la vuelta. Otros, en cambio, redoblamos la embestida, sin importar las apuestas a favor o en contra. Defender ideales, perseguir esperanzas, nos agota, nos frustra, nos enerva, pero también nos salva. La paz ha sido mi obsesión y ha sido también mi bastón. Me ha dado noches de desvelo y también el sueño de quien sueña despierto.
Han pasado más de dos años desde que el espanto de una pandemia cobró decenas de millones de vidas alrededor del mundo y paralizó de golpe el trote de la humanidad. Y, sin embargo, la demencial carrera armamentista siguió su curso desbocado, como si en lugar de tanques de oxígeno en los hospitales escasearan tanques artillados. Por primera vez en la historia de la humanidad, en 2021 el gasto militar excedió los dos billones de dólares (trillones en inglés), un 0.7% más que en 2020 y un 12% más que hace 10 años. Estados Unidos y China dan cuenta de más de la mitad del gasto registrado, pero en promedio los países destinaron casi un 6% de su gasto gubernamental a las armas. Para ponerlo en perspectiva, esto es casi 12 veces más que todo el monto destinado a la ayuda al desarrollo, a pesar de los récords alcanzados en este rubro durante la pandemia. Estas cifras no contabilizan aún la invasión rusa a Ucrania, que ha servido como escenario para un tremendo despliegue del complejo industrial militar. No existe mayor prueba del verdadero compromiso con la agenda de desarrollo sostenible que la forma en que asignamos el gasto. Si queremos evaluar los valores de nuestros gobiernos, no busquemos en discursos ni proclamas, sino en los presupuestos. Es ahí donde se manifiesta que seguimos cortejando los peores fantasmas del pasado, que seguimos apostándole a la muerte, convencidos de que de alguna manera así protegemos la vida.
Al deplorar el apoyo armamentista a Ucrania bajo ninguna circunstancia, condono las atrocidades cometidas por el ejército ruso, ni abogo por una ilusa política de appeasement hacia el régimen de Vladímir Putin. Pero sí objeto la idea de que la única vía es continuar enviando artillería y municiones, hasta que quede el último ucraniano capaz de dispararlos. El sesgo belicista es una venda en los ojos que impide ver cualquier otra solución o salida. Centroamérica tuvo que enfrentar ese mismo sesgo hace 35 años, en circunstancias que evocan algunos de los mismos dilemas. Entonces, como ahora, algunos países servían de peones en el ajedrez global. Entonces, como ahora, las grandes potencias peleaban guerras por proxy, más allá de sus fronteras. Ellos ponían las armas, nosotros poníamos los muertos. Es cierto que las guerras centroamericanas fueron guerras civiles, pero hay que ser muy ignorante o muy ingenuo para calificarlas como conflictos meramente internos: si una cosa estaba clara en los inmensos flujos militares y financieros que Estados Unidos y Rusia enviaban mes a mes a la región, era que aquello tenía muy poco que ver con Nicaragua, con Honduras, con El Salvador o con Guatemala.
El sesgo belicista fue uno de los peores enemigos del Plan de Paz que negociamos las repúblicas centroamericanas. Incluso en Costa Rica —la primera nación del mundo en abolir su ejército— las élites económicas y los medios de comunicación se alineaban con los Estados Unidos y abogaban por una escalada militar. Como he dicho muchas veces, en la negociación de la paz me impulsó siempre la convicción de que, si no lográbamos una salida política, tarde o temprano nuestro país sería arrastrado al conflicto. En esas jornadas de tanta presión y tan poca certeza, Europa fue un aliado insustituible de Centroamérica. Una a una nos dieron su respaldo las naciones europeas y entre ellas España fue la hermana mayor que en la juventud de su recién restaurada democracia siempre vio en Centroamérica un David que quizás podía vencer a Goliat… y en todo caso merecía el intento.
Le estamos fallando a la institucionalidad que hemos venido construyendo a lo largo de casi 80 años, cuando decimos que la única salida a los desafíos globales actuales es profundizar las divisiones entre los bloques mundiales, armarnos más, dialogar menos, apostarle al hard power y pensar que todo lo demás son espejismos. Es cierto que las relaciones internacionales deben abordarse con una sana dosis de realismo, pero también es cierto que interpretar el mundo únicamente desde la fuerza cierra oportunidades y convierte la guerra en una profecía autocumplida. En las relaciones humanas lo inmaterial importa, las normas escritas y no escritas determinan comportamientos y trazan las líneas entre lo que es aceptable e inaceptable, entre lo que es concebible e inconcebible. Uno de los principales peligros que veo en la actualidad es una revisión de las normas que, bien que mal, aseguraron cierta paz y estabilidad global durante las últimas décadas. Resuenan voces que espolean la carrera armamentista y, peor aún, la carrera nuclear, invitándonos a encerrarnos de nuevo en el gigantesco dilema del prisionero en que estuvimos atrapados durante la segunda mitad del siglo XX.
Esto importa por muchas razones, pero especialmente porque sabemos que el enfrentamiento entre Estados Unidos y Rusia es un ensayo, una antesala, del que será el conflicto determinante de las próximas décadas: la llamada Trampa de Tucídides, a la que se encaminan Estados Unidos y China. El mundo enfrenta inmensos riesgos compartidos, entre ellos la crisis climática y la amenaza de eventos súbitos y masivos, como una nueva pandemia. Pero aunque persistan divisiones entre los países sobre cómo abordar estos riesgos y cómo distribuir sus costos, se trata de desafíos que nos unen como humanidad. La competencia entre Estados Unidos y China, en cambio, entraña el riesgo de fracturarnos, de dividirnos nuevamente en bloques bajo consignas como Occidente versus no Occidente, sociedades abiertas versus sociedades cerradas, economías de libre mercado versus capitalismo dirigido desde el Estado.
No pretendo negar que existan esas diferencias, lo que pretendo es llamar la atención ante la inevitabilidad con que algunos de nuestros países reaccionan ante las presiones que esas divisiones imponen. Para algunos, conviene mantener la equidistancia, haciéndonos de la vista gorda ante la supresión de libertades y la persecución política con que el gobierno chino controla a su vasta población. Para otros, no hay más remedio que corear la retórica cada vez más confrontativa de Estados Unidos, un país en una preocupante deriva antidemocrática, que busca con fervor a un enemigo y que enlista en su cruzada a naciones que considera, más que aliadas, una extensión de su esfera de poder. Esto, por supuesto, no es nada nuevo: ya en 1821, John Quincy Adams esbozaba la filosofía del destino manifiesto a quien sería Secretario de Estado estadounidense, Henry Clay, en una carta en que le decía: “es inevitable que el resto del continente será nuestro”. Esa arrogancia del poder, ese afán de expansión y sumisión que hoy vemos también en el régimen ruso, es exactamente lo que debemos combatir.
Nuestra preocupación no debería ser respaldar a un gobierno, a una potencia o siquiera a un bloque, sino defender principios; principios que pueden coincidir con la postura que sostiene una u otra parte, pero que no se defienden por el simple hecho de asociarse a un actor específico, sino por su calidad intrínseca.
Tenemos que ser capaces de perseguir nuestra propia estrella en esta travesía. No solo por interés propio, sino porque de eso depende que sirvamos para contener y no acelerar las tensiones. A nadie le sirve que seamos simples altavoces amplificando una nueva bipolaridad. Yo abogo porque seamos voces a favor de la paz y del diálogo. Voces a favor del pluralismo y la democracia. Voces a favor del desarrollo sostenible y la inclusión social. Voces a favor de una mayor cooperación económica de las naciones ricas a las más pobres.