• 25/05/2025 01:00

Siempre está soleado en Instagram

El mareo colectivo que representan las redes sociales para todos, desde artistas hasta miembros distinguidos de la sociedad, no me resulta envidiable. A pesar de que existen numerosos ejemplos constructivos e inspiradores del uso de la herramienta, al usarla confirmé que esa no suele ser la norma.

La maléfica trinidad de aprobación, inmediatez y distancia: en cada interacción en persona se cuela un caballo de Troya, escozor mental, una notificación. Nativos digitales y veteranos de la lectura, polos opuestos de la experiencia en línea, se amalgaman en la caja de Skinner a la que atribuyen infinitas bondades. Pecan del mismo prejuicio: entre más evolucione la tecnología, más rápido debemos adaptarnos a ella. Friccionando más cerca y a velocidad, acelerando una emisión de alivio a las frustraciones que conlleva el esfuerzo consciente de la plena experiencia humana, caemos en una sobredosis de dopamina. Más de todo, para ya y sin estrés.

Autores como Max Fischer (Las redes del caos), Jonathan Haidt (La transformación de la mente moderna) y Catherine L’Escuyer (Educar en el asombro) argumentan, desde diferentes ángulos, el perjuicio que representan estas herramientas en toda edad, fomentando la necesidad de inmediatez y la cultura de la apariencia que, en su peor expresión, parece más una bacanal que un ágora. Conquistar atención, capturar likes. Las ciencias y las relaciones se ahogan en el mismo agujero. Mortales comunes con ínfulas de autoridad desmienten a científicos y eruditos; hombres y mujeres, inquietos por su paz y comodidad, se mueven subrepticiamente por los perfiles de posibles conquistas. Siempre hay algo mejor que lo que ya se tiene. Novedad, fantasía, baladí.

La nueva carta de presentación ya no es una sonrisa. Es la perfección física y escapar de la realidad. Algunos alaban el fitness de carcasa y no de salud global, filtros artificiales, thirst trap, todo merece una imagen: ya nadie muestra ojeras de esfuerzo, toda mañana es “café y buenas vibras”, posar y filtrar. Irónico, muchos referentes de esta patológica tendencia son presa de perenne ansiedad, pánico, alergia a la incertidumbre, intolerancia a la opinión ajena, disidentes de responsabilidad, una selfie diaria con un pie de foto de “hice mi mejor esfuerzo”, defensores de ideologías con más entusiasmo que conocimiento, una indefensión casi infantil ante las exigencias de la vida adulta.

Hace años queríamos saber qué estaba haciendo internet con nuestras mentes (Nicholas Carr; The Shallows), ahora preferimos no saberlo. La ilusión de control de las redes tiene una falla: no son productos creados para uso racional, son insolentes sonajeros para distracción, botones de acción, contenido cautivador, un cuadrilátero en el que se fomenta la polarización de opiniones. Extrapolando este fenómeno a la interacción sincrónica o presencial, ya nada es tan importante como lo que acaba de salir en un “reel”.

Por más bondades que las redes ofrezcan, tal vez sean los emprendedores, negocios y asociaciones de interés benéfico y social los únicos que tienen provecho real de su uso. Al resto de los mortales que solo ventilan su vida, carrera y demás futilidad: tú eres el producto. Conviene revisar nuestra relación con esta fuente de recompensa inmediata que luego nos sume en una apatía ante el aquí y el ahora y una falsa creencia de que siempre nos estamos perdiendo de algo mejor. Un abordaje más sano sería evitar consumo pasivo, cuantificar el tiempo de uso y no desperdiciar esfuerzo en comentarios, pies de fotos ni decoración de galerías.

*La autora es educadora y escritora
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