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La minería metálica en Panamá ha pasado de ser un asunto técnico y económico a convertirse en una de las discusiones más polarizadas del país. En medio de tensiones sociales, cuestionamientos ambientales y promesas de desarrollo, la pregunta clave no es si debe haber minería, sino bajo qué condiciones y con qué garantías para la nación y su gente. Lo cual implica —y lo subrayo de entrada— plena transparencia del Ejecutivo y la participación efectiva de la sociedad en todo el proceso.
El caso de Cobre Panamá ilustra con fuerza las dimensiones del problema. Este megaproyecto, uno de los más grandes de América Latina, ha aportado significativamente al Producto Interno Bruto, generado empleo y atraído inversión extranjera. Pero también ha sido objeto de fuertes críticas por su impacto ambiental, las condiciones de las concesiones y la falta de transparencia en su manejo. La experiencia reciente dejó en claro que el crecimiento económico no puede separarse del consenso social y del respeto a la institucionalidad.
En ese sentido, el futuro de la minería metálica dependerá de la capacidad del Estado panameño para regular eficazmente al sector. No se trata solo de emitir concesiones o recaudar regalías, sino de establecer reglas claras, sostenibles y fiscalizables que alineen los intereses económicos con los derechos de las comunidades y la protección del ambiente. Esto implica una revisión a fondo del marco legal, una mayor capacidad de supervisión ambiental y, sobre todo, voluntad política para poner el interés nacional por encima de los intereses particulares.
Por otro lado, no se puede negar el impacto ambiental de la minería. La deforestación, la contaminación del agua y la pérdida de biodiversidad son riesgos reales si no se adoptan tecnologías limpias ni se aplican regulaciones estrictas. En un país tan vulnerable al cambio climático como Panamá, abrir la puerta a actividades extractivas sin salvaguardas rigurosas puede resultar contraproducente para el desarrollo sostenible. La respuesta no debe ser una prohibición general, sino una exigencia firme de que toda actividad minera cumpla con altos estándares ambientales y sociales.
Además, las comunidades locales no pueden seguir siendo las grandes ausentes en el diseño de los proyectos mineros. No basta con prometer empleos o hacer obras puntuales. Las poblaciones afectadas deben participar activamente en las decisiones que comprometen su territorio, su salud y su forma de vida. El consentimiento informado y la consulta previa no son obstáculos al desarrollo, sino garantías básicas en una democracia que se respeta a sí misma.
La historia reciente nos demostró que la falta de participación, la desconfianza y la opacidad generan protestas, bloqueos y crisis políticas. Y no se trata solo de sensibilidad ambiental: también pesan los reclamos por beneficios económicos mal distribuidos, la percepción de que los proyectos enriquecen a pocos y empobrecen a muchos, y la sospecha —frecuentemente justificada— de procesos corruptos en la asignación de concesiones.
Por eso, la transparencia y la rendición de cuentas deben ser pilares de cualquier política minera futura. No puede haber lugar para contratos secretos ni negociaciones opacas. Los panameños tienen derecho a saber quién explota sus recursos, en qué condiciones, y cómo se distribuyen los beneficios. La transparencia no es una amenaza para la inversión extranjera; al contrario, es una condición para atraer capitales responsables y comprometidos con el desarrollo justo.
Otro factor determinante será el contexto político. La minería metálica no puede desligarse de los vaivenes gubernamentales ni de las presiones de actores internacionales. Los cambios de administración pueden suponer revisiones drásticas de políticas, y la ausencia de una visión de Estado coherente deja al sector en una constante incertidumbre. El país necesita una política minera nacional basada en principios firmes y consensuados, que trascienda coyunturas partidistas.
También hay que tener en cuenta las dinámicas del mercado internacional. El auge de las tecnologías verdes ha incrementado la demanda global de ciertos metales, como el cobre, esenciales para la transición energética. Esto representa una oportunidad para Panamá, pero también una responsabilidad: el país debe decidir si quiere ser proveedor de recursos para un futuro sostenible sin comprometer su propio equilibrio ecológico y social.
En conclusión, la minería metálica en Panamá puede tener futuro, pero no a cualquier precio. No basta con que los proyectos sean rentables o generen empleo. Tienen que ser legítimos, sostenibles, transparentes y equitativos. La única forma de avanzar en este sector sin repetir errores del pasado es mediante un diálogo amplio entre el gobierno, las comunidades, las empresas y la sociedad civil. Solo así podremos garantizar que los recursos minerales contribuyan verdaderamente al bienestar del país, sin hipotecar su ambiente, su institucionalidad ni su paz social.