• 31/12/2020 00:00

La trampa…

Si nos detenemos un momento y revisamos un poco la historia a lo largo del tiempo, nos podemos percatar de que el concepto de “trampa” ha sido ampliamente utilizado en diversos momentos y situaciones.

Si nos detenemos un momento y revisamos un poco la historia a lo largo del tiempo, nos podemos percatar de que el concepto de “trampa” ha sido ampliamente utilizado en diversos momentos y situaciones. Para citar algunas, logramos recordarlas: La trampa de la liquidez de Keynes, La trampa de la felicidad de Harris, La trampa de la inteligencia de Daniel Kahneman, La trampa de la globalización de Hans-Peter y la trampa de Tucídides de Graham Allison. Sería imposible enumerar y recordar todas, pero es importante saber que es un concepto que se ha estudiado y que tiene repercusiones en nuestro comportamiento como individuos y como sociedad. De una manera sencilla, se interpreta la palabra “trampa” como engaño, como una intención generada astutamente para distorsionar una situación real con el interés de obtener algún beneficio. Dicho esto, es muy interesante realizarnos una pregunta, también elemental: ¿Qué tienen en común todas las trampas? Todas ellas conducen a un círculo vicioso. Y esto, se crea debido a que no podemos romper una estructura concreta ante una situación dada, ya que siempre regresamos al mismo escenario o al mismo punto de partida. Existe cierto grado de dependencia en las interrelaciones dadas en el círculo. El hado vicioso se cierra sobre sí mismo.

Esta breve introducción nos sirve para tratar el tema que nos interesa en este momento, ya que hemos identificado dos trampas extremadamente interesantes en estos momentos de crisis sanitaria, económica y social. Hacemos referencia a la Trampa de la desesperación y la Trampa de la corrupción.

Abordemos la primera: la trampa de la desesperación. Fácil, nos encierran, nos regañan y nos vuelven a regañar; nos ofrecen un caramelo o un bono y luego lo quitan; nos brindan una ligera libertad y nos vuelven a encerar. No salimos de ahí y lo peor… empieza la inquietud y se genera la agonía y desesperación. No existe una estrategia de fondo claramente definida que nos ayude a romper el círculo vicioso. Volvemos al principio: ¡habrá cuarentena! Inmediatamente pensamos que necesitamos ir al supermercado, ya que la comida se puede acabar y si se acaba, tenemos hambre, no podemos estar confinados sin comida y tal vez enfermos. Nuestro cerebro se concentra en estos serios problemas, lo cual aumenta la ansiedad y empieza la incertidumbre. Vamos creando de manera individual y en familia una cadena de sucesos que no han ocurrido, pero que pueden suceder. Esta especie de “mentiras”, son el resultado de fabricar un mundo de ideas y cosas, que probablemente sucederán; aparecen los famosos escenarios sobre lo que tal vez podrá pasar, lo cual nos lleva a decisiones incorrectas, pues, no abordamos la realidad objetiva, sino que tomamos medidas desesperadas.

Segunda: la trampa de la corrupción. Desde cualquier punto de vista es peor que la anterior, ya que se da en el contexto de “oportunidades” al margen de lo moral, de lo correcto y lo más importante: tiene la capacidad de autopotenciarse, ya que su generalización la convierte en atractiva y provee los mecanismos de estímulo para adherirse a la estructura misma del comportamiento. Esta trampa tiene un momento “a priori” y otro “a posteriori”. El primero permite realizar el supuesto razonado, entre aprovechar la oportunidad y la probabilidad de ser desenmascarado o no; mientras que el segundo hace juicio sobre la veracidad o no del castigo resultante y la relación costo - beneficio implicada en esa transacción. Esta combinación de tiempos permite al sujeto valorar el escarmiento, porque existe la posibilidad de que este disminuya con el grado de experiencia que desarrolle para evitarlo. Otro elemento para estimar es la relación perder - ganar; lo que obtengo económicamente del acto de “hacer” o “no hacer”; es decir, lo que la corrupción produce en término de dinero y/o bienes ante lo que podría costar la sanción, lo que trae como consecuencia que en ambientes con poca o nula autorregulación, la corrupción sea tan común que el individuo y su grupo se sientan seguros de que no habrá consecuencias, lo que alimenta el círculo vicioso.

Los expertos señalan que hay indicadores, que permiten reconocer la realización de eventos de corrupción. En este contexto, se reconoce que para llevar a cabo arbitrariedades se requiere por lo general más de una persona, razón por la cual cuanto mayor sea el índice de incidencia, mayor será la posibilidad de complicidad, lo que crea un incremento entre lo que se ofrece y lo que se espera para llevar a cabo la corrupción. Finalmente, tenemos el efecto general de la corrupción, que se desprende en una anarquía moral que puede abrazar a toda una sociedad, que tiene un efecto directo sobre lo legal y lo moral y especialmente, por el grado de efectividad de cómo trabajan las normas en la comunidad. Llega el momento en que el ciudadano común se pregunta “¿si fulanito lo hace, por qué yo no?”.

Un punto final: ¿qué hacer? Lo primero que necesitamos es contar con modificaciones integrales que conduzcan a un cambio de conducta lo más rápido posible, acompañada de reformas sucesivas que contribuyan al mejoramiento acompasado de la realidad. Es una combinación posible, aunque no tan sencilla. La primera es revolucionaria, la segunda ligera y progresiva. Lo más triste es que en nuestro país, ni una ni la otra. No existe un beneplácito ni social ni político al respecto, el legado pasado sigue incidiendo sobre el presente, y la justicia sigue siendo ciega y distraída. Pareciera que los procesos caminan a tres velocidades, lentos, casi lentos y completamente parados y la desesperación de la ciudadanía se incrementa, lo cual trae consigo una gran desesperanza y pérdida de confianza basada en la percepción de que ni la pandemia logra detener la corrupción.

Es necesario reconocer el problema para cada segmento de la población y contar con alternativas de solución o mitigación.

El ciudadano común se desespera porque no tiene trabajo ni recursos económicos; muchas familias tendrán que decidir qué comprar de la canasta básica con un bono de B/100.00 que no considera los miembros de la familia ni los trabajos perdidos o mermados. la posibilidad de enfermar y no tener atención de salud o morir y, además, no poder pagar los servicios funerarios…

Los empresarios ven sus inversiones en riesgo de quiebra inminente y una realidad que demanda mayor inversión para cumplir con las normas de bioseguridad.

Los trabajadores ven en riesgo sus puestos de trabajo y con ello la estabilidad económica personal y familiar.

Son muchas ideas que generan desesperación… Lo triste es que, ante la desesperación, nos enfrentamos a comportamientos desesperados:

- Compras compulsivas (acaparamiento – escasez);

- Automedicación (con la idea de evitar enfermarse);

- Falla de la toma de conciencia, evidenciada en expresiones cotidianas como: … “total, si de todas maneras me voy a enfermar”; “de algo hay que morirse”; “si no es ahora, ¿cuándo?”.

Es responsabilidad de cada uno, en sus distintos roles, reconocer la trampa a la que se enfrenta y establecer la forma de contrarrestarla. Siempre hay que recordar la importancia de los círculos virtuosos y círculos de apoyo que nos pueden ayudar a lo largo de nuestra vida.

Catedrático universitario.
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