Diego tiene 31 años, vive en Pacora y trabaja como obrero de mantenimiento en un edificio de Marbella.

Ir y venir del trabajo le cuesta 92 dólares al mes, gran parte de su salario.

Aunque tiene empleo, se siente sin chenchén y quiere tener un trabajo mucho mejor pagado.

No escribe columnas de opinión en los periódicos, pues no tiene talento ni formación para hacerlo. Pero si pudiera, ¿tal vez su texto se parecería a lo que leerán ustedes a continuación?

Soy Diego, tengo trabajo y agradezco a Dios por ello, pero no me alcanza para vivir con dignidad. Sé que mi falta de estudios ha limitado mis opciones y cuando miro a mis hijos, comprendo que en el futuro la situación seguramente empeorará.

El panorama para los jóvenes es sombrío. No estudian ni trabajan el 18 % de los hombres y 33 % de las mujeres. Son el 25 % de los trabajadores y el 50 % de los desempleados del país.

Ademas, hay una pérdida silenciosa, que afectará su futuro durante décadas: los días de clases afectados en los últimos cinco años.

Entre 2020 y 2025 se han perdido 500 días de clases. Primero por la pandemia. Luego, por el cierre de escuelas en 2022 debido a manifestaciones hechas por el alto costo de la vida.

Luego, nos suicidamos con las absurdas protestas antimineras de 2023. Por ejemplo, el cierre de la mina causó la interrupción de $900 millones de sus compras anuales, dejando sin sustento a sus proveedores en 24 sectores de la economía. Confío en que el presidente Mulino corregirá aquel error de la administración anterior y apoyará a esta industria crucial para crear buenos empleos.

Mas recientemente, también perdimos clases por el conflicto relacionado con la Ley 462 (reformas a la CSS), que paralizó las aulas durante varias semanas.

¿El resultado de estos cinco años? Veinte mil estudiantes repitieron el año. Veintiséis mil reprobaron al menos una materia. Treinta y seis mil entraron a programas de recuperación.

Y mientras todo esto pasa, sigo oyendo los mismos dos discursos. Uno: “Nuestra educación atraviesa una crisis que exige una transformación profunda”. Dos: “La educación panameña necesita una revolución estructural, que coloque al estudiante en el centro del proceso”.

Son frases lindas que no cambian nada. Se quedan en el diagnóstico y la mayoría de quienes las repiten no tienen a sus hijos en escuelas oficiales. ¡Es cómodo pontificar desde el privilegio de tener a tu hijo en un colegio particular!

Por eso yo desconfío de quienes usan palabras grandilocuentes solo para taquillar. Prefiero reflexionar sobre una pregunta básica: ¿para qué estudiamos?

Debe ser para mucho más que saber leyes si eres abogado, o dominar fórmulas si eres ingeniero. Eso es clave, pero no suficiente, porque también necesitamos aprender a analizar , a cuestionar, a tener empatía y trabajar en equipo.

Para personas como yo, la educación técnica de ciclo corto es una opción que nos cambiara el destino.

El ITSE es una de esas opciones y la tenemos que aprovechar. Con sus programas de formación de dos años adquirimos con rapidez y calidad habilidades útiles y alineadas con las necesidades de los empleadores.

Cada día que pasa, nuestros jóvenes de recursos económicos escasos son menos competitivos frente a egresados de colegios privados, muchísimo mejor preparados.

Incluso en la reciente era de la inteligencia artificial, el ser humano sigue siendo el pivote de la productividad.

¿Cuánto nos cuesta, como país, preparar a ese ser humano? En el sector oficial, el gasto por estudiante varía según el nivel: $1.300 anuales en preescolar y primaria, $1.900 en premedia y media. Es una inversión que no está dando buenos resultados.

Hoy, de cada cinco empleos que genera la economía, tres son informales y dos son funcionarios públicos.

El costo de no educar bien es mayor que las cifras que mencioné. Lo pagamos todos, con un país que se queda atrás, porque sin recurso humano de calidad no recibiremos la inversión necesaria para crear empleos, los empleos formales que necesitamos.

*El autor es analista económico
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