El Gobierno del presidente de Panamá, José Raúl Mulino, ha dado pasos positivos pero insuficientes para estabilizar las métricas fiscales de Panamá.

La rendición de cuentas constituye un pilar de la democracia. Que las instituciones del Estado tengan que ser llamadas a cumplir revela cuánto camino falta por recorrer en materia de transparencia. El mandato es claro: cada institución pública debe entregar informes mensuales sobre el manejo de fondos y bienes estatales, verificados con rigor por sus direcciones de auditoría interna. La directiva alcanza a todos los niveles de poder —desde ministros y magistrados hasta directores de empresas públicas—, sin excepción. No se trata de una formalidad, sino de un ejercicio indispensable para garantizar que cada balboa recaudado y administrado en nombre del Estado esté debidamente sustentado. La transparencia no es negociable: es un deber legal, pero también un compromiso ético con la ciudadanía. En un país golpeado por escándalos de corrupción y manejos dudosos de recursos públicos, no basta con discursos de buenas intenciones; faltan controles efectivos, consecuencias claras y una cultura institucional basada en la honestidad. Pero no solo las instituciones deben ser responsables. La Contraloría también debe estar a la altura del mensaje que proclama. Exigir informes es un paso, pero el verdadero reto es garantizar que sean revisados con rigor, que se detecten las irregularidades y que se apliquen las sanciones correspondientes. La ciudadanía tiene derecho a saber cómo se utiliza el dinero que aporta a través de sus impuestos.