• 15/10/2012 02:00

¿Son compatibles la ética y la política? (I)

A poyado en el estudio, la observación y la experiencia, en repetidas ocasiones he tenido la osadía de pergeñar sentidas y sinceras pági...

A poyado en el estudio, la observación y la experiencia, en repetidas ocasiones he tenido la osadía de pergeñar sentidas y sinceras páginas sobre la realidad política que vivimos, que vive el mundo. He abundado, esas veces, en la necesidad de definir los términos, no sólo para satisfacer las exigencias de la semántica en un diálogo efectivo, sino para pensar y comunicarse con precisión, claridad y concordancia, lo que debe ser y hacerse a fin de lograr la indispensable y armónica convivencia social, vértice común de convicciones e inquietudes éticas y cívicas.

Hoy regreso al tema con mayor conciencia de su creciente incoherencia y desorientación, de su insoslayable realidad, pero también de la urgente necesidad de recomposición, en medio de la percepción de muchos, de que el mundo se acerca inexorablemente a un enfrentamiento social y económico de proporciones significativas, frente a la desconfianza general, el abuso desenfrenado, la rampante corrupción a todos los niveles, la injusta inequidad hiriente, en fin, la descomposición social que a todos afecta y responsabiliza.

La gradual pero amplia disminución en el estrecho, fuerte y excluyente ejercicio del poder político, al tenor de modalidades o expresiones culturales, es un fenómeno que debe alertar a todos los que se agitan en este campo. Y no se habla sólo de regímenes locales, o de luchas partidistas nacionales e ideológicas, sino también de las conmociones, como la de la primavera árabe, para decapitar, en cruenta lucha, el absolutismo en todas sus formas. En esta lucha de imposición y de dominio, que debería ser de razonamiento y equidad, también las entidades políticas, económicas y sociales internacionales libran luchas encarnizadas por el cambio que asegure la participación más correcta, justa y ecuánime en la responsabilidad de acordar y alcanzar el bien común, al que todos tienen básicos derechos.

Es necesario comprender y encarar la urgencia con que el político debe volver a la consulta adecuada, a la verdad y a la justicia, para que sus acciones y decisiones no promuevan la desconfianza, el recelo, el resentimiento y el rechazo. Hay ejemplos locales y geográficos de hechos desafiantes del orden y del civismo, que el político no puede resolver en función de gobierno, y cuya renuncia, declinación o retroceso, forzados por acción popular, traen consecuencias funestas de desestabilidad para el país y sus habitantes. El análisis objetivo, la consulta amplia y sin apremios, y el interés nacional prioritario son obligaciones ineludibles de todo buen político, y más de todo gobernante.

Aunque desde hace casi tres mil años, el arte de gobernar o de lo imposible nacía en las ciudades-estado griegas, al alero de los profundos y novedosos conceptos de Aristóteles, Platón y otros que vislumbraban y estructuraban la representación equilibrada y honesta del poder de la ciudadanía como medio para asegurar la avenencia y el bien común, el absolutismo creció, a veces hasta la barbarie y la crueldad por usurpación de figuradas concesiones divinas, hasta su colapso en la Constitución democrática americana y a las puertas de la Bastilla.

Desde entonces la política, primero animada por complejas madejas ideológicas, y luego impulsada por haces de feroces intereses individuales y de grupo, cada vez de más acentuado corte material o económico, ha frecuentemente degenerado en despotismo, en ruina social y cruentos conflictos. El camino al poder político excluyente y que ensoberbece no es corto, pero sí irreparable y humillante en sus consecuencias. Y pareciera que la ética no le es compatible.

Por otra parte, su propio credo, muchas veces concebido en la penumbra y forjado con frecuencia a hachazos, engaña, lastima, traiciona, al punto que no son pocos los grandes políticos del mundo y de la parroquia que se avergüenzan y arrepienten de su dedicación a dicha actividad, sino también muchos otros, insatisfechos de los logros y ambiciosos de sus frutos, se desviven por alcanzar el poder para engreírse en él y disfrutar de sus prebendas, la mayor parte de las veces indebidas: recursos, honores, privilegios, y sobre todo egolatría.

No es extraño entonces, que en el sentir de la ciudadanía aparezcan la política y los partidos, sus sistemas e instituciones allegadas, en los últimos grados de aprecio comunal. No quiere esto decir que no ha habido, en la historia de la Humanidad, un solo político decente que haya encontrado en su conciencia el necesario respaldo ético para honrar la moral política que asegura la conservación de los principios, de la honestidad y de los altos designios del bien común, para quienes a través de la elección popular se ungen con el encargo popular de proteger el derecho y el bienestar de las gentes, especialmente de los más necesitados y humildes.

Los ha habido, y se les ha honrado. Pero el frío del bronce, muchas veces cincelado al afán de notorias influencias, no ha disipado la distorsión de sucesos interiores, el dolor de las dudas, los secretos desconocidos o no revelados de historiadores esforzados.

Es interesante señalar que la participación política, tanto en la afiliación partidista, como en la fase electoral y la más importante aún del seguimiento y la vigilancia del desempeño, es menor en los países más desarrollados que en los de mayor dependencia estatal. Y que dicha afiliación ha venido disminuyendo en esos medios, como resultado del desengaño, del incumplimiento de promesas que afectan tanto la credibilidad y la confianza.

España es un buen ejemplo en la hora actual, en la que el partido recientemente en el poder parece reducirse, al mismo tiempo que parece perder adictos también el derrotado. La medición se ha hecho de manera científica por encargo de uno de los diarios más importantes del país.

En países como Panamá y otros conocidos de América Latina, lo que pierde la matrícula de un partido por mejor oferta de otro, a través de las arraigadas prácticas del clientelismo, del nepotismo, de la venalidad y otros vicios, mantiene altos los índices del sufragio y la inscripción, a base de la indistinta deserción y reinserción entre los grupos.

Sigue mañana...

PRESIDENTE DE LA FUNDACIÓN PANAMEÑA DE ÉTICA Y CIVISMO.

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