La cárcel después de los barrotes

Actualizado
  • 12/07/2016 02:00
Creado
  • 12/07/2016 02:00
En promedio, 3 de cada 10 exdetenidos nunca vuelve a prisión. ¿Qué pasa con ellos? ¿Cómo cambian?... ¿o cambian? 

Instantes después de salir de la cárcel, Alberto* —condenado a los 18 años a cinco por robar de una cámara y un teléfono— entendió que la ansiada libertad le sabría por mucho tiempo igual que los barrotes de su celda.

El sereno y la oscuridad de la calle que franquea los solitarios potreros alrededor de la penitenciaría La Joya le dieron la bienvenida a la libertad. Respiró, se retorció del frío, se frotó los antebrazos con las manos, y lamentó no haber recogido ninguna de las camisetas que dejó en el calabozo, de donde salió despavorido, emocionado al escuchar que un policía, golpeando las rejas con tolete en mano, le gritó ‘¡señor, para la calle!', y le hizo firmar las boletas de salida.

Ya en la avenida entró en un trance. Sabía que no dormiría, pero no tenía claro si llamaría a sus amigos, si asustaría a su madre con la sorpresa de que ya no volvía a casa de permiso sino para quedarse, o si le avisaría a su tía, maestra de profesión, que estuvo pendiente de todo lo que necesitó durante sus cuatro años y ocho meses en prisión. Incluso, de las tareas que tenía en las clases de secundaria y del bachiller en letras que le tocó terminar en la escuela de la penitenciaría.

Pensó tanto que ni siquiera se dio cuenta que se hacían las diez de la noche, que había pasado media hora afuera de la cárcel y que ningún bus se apareció. Tampoco algún auto hizo caso a su ruego por un bote. Empezó a sentirse invisible y le vino el primer golpe de realidad: ‘hay veces que aún en libertad sigue estando tras los barrotes'.

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‘Salir de la cárcel es como pasar solo los primeros barrotes. Cuando salí la policía me dijo que si habría un robo cerca de mí, siempre sería el primer sospechoso'

Ahora, tres años después, sentado al comedor de su casa, masticando con apremio un pollo guisado y una ración de lentejas –como, curiosamente, también sus amigos le llaman, por su piel negra y sus 1.65 metros de estatura—, cree seguir estando preso por la condena que ya pagó. Se siente tan culpable como los cerca de 30 mil jóvenes menores de 30 años que, según el Instituto de Estadística y Censo de la Contraloría, purgan condenas en cárceles del país, en lugar de estar encaminándose a la cumbre de su carrera profesional, comprando un auto, bailando con libertad en alguna discoteca, casándose o teniendo hijos.

‘Hace poco estaba de pavo (asistente) en un bus pirata, pero lo dejé; me cansé', cuenta Alberto. Agacha la cabeza y se pasa la mano por la frente, dejando ver su vergüenza por esa confesión. Abandonó el trabajo aún cuando no tenía otro.

Lo hizo, dice, porque el chofer del bus se chocó en el Corredor Norte, azarado por el desorden y el tranque, y la dueña les hizo pagar a ambos el accidente. Cada uno repuso $156, trabajando dos días sin paga. Es mucho, dice, tomando en cuenta que con ese dinero quería completar para pagarse el curso de manejo y optar por conducir camiones repartidores de mercancía.

Con ese trabajo y el sueldo mínimo, calcula, se podría pagar cualquiera carrera en la universidad. A veces piensa que podría ser chef, porque dice que tiene el sazón de los negros. Otras veces le gustaría explorar su venia musical.

Escucharle hablar sobre su futuro es surreal: en Panamá, siete de cada diez personas que salen de la prisión vuelven a ser encarceladas, de acuerdo con el Órgano Judicial. ‘La cárcel —resume Alberto— es de verdad la escuela del mal. Si entraste por robo aprendes a matar'.

Según un estudio de la Cruz Roja, de 23 penales en Panamá, sólo uno, La Gran Joya, cumple con los requisitos mínimos. Él, que no purgó condena ahí, es, entonces, uno de los pocos hijos pródigos de la resocialización.

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‘La cárcel es de verdad la escuela del mal. Si entraste por robo aprendes a matar (...) nadie nunca se salva de no tener (enemigos). Ni siquiera los más bobos'

Dos meses antes de quedarse sin empleo, después de esperar la llamada de un trabajo en un proyecto eléctrico, pensó en la opción de manejar carros repartidores: no le piden experiencia ni se preocupan mucho por dónde vive —Vacamonte, uno de los barrios más inseguros de la ciudad— ni perjuician su hablado –canta las palabras y termina con las típicas frases de chico de barrio: ‘¿sí o no?', ‘oofi', ‘qué ‘e lo que ‘e'—.

Su único problema está cuando le invocan su karma: el récord policivo. Se lamenta que éste no incluye que en prisión terminó la escuela ni que salió antes de tiempo por buena conducta.

Ese papel, insignificante para la mayoría de los ciudadanos, se limita a retratar su pecado: en octubre de 2009, justo el día que cumplía seis meses como mayor de edad, fue detenido en Bella Vista, con su vecino Alfredo*, un chico alto, de cara ancha, bien vestido y que siempre cargaba una Biblia bajo el sobaco. La policía les vio corriendo y supo que eran ellos los que habían sido denunciados por una extranjera de haberle robado la cámara digital y su teléfono móvil.

Ambos fueron condenados pocos meses después a cinco años de prisión y no a siete u ocho, la pena máxima, porque nunca negaron su delito y porque devolvieron lo robado. La condena fue agravada porque, adujo el juez de su caso, golpearon a su víctima.

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—¿Crees que valía la pena lo que hiciste?

—Chuzo, no. Pero la cárcel me sirvió—, justifica.

—¿Para qué le sirve a alguien pasar los años más productivos de su vida en la prisión?

—Sí, me hice hombre—, dice, moviendo la cabeza afirmativamente, confiriéndose un halo de pensador del cual sus amigos se ríen. Su mujer —26 años, pelo rojo, aseadora de ocupación— suelta la carcajada. Ella lo escuchó hablar mientras se sentaba a la mesa. Esperó a que terminara y le pidió después que le sirviera. Alberto, sin un quinto que aportar a casa más que el que sigue ganando esporádicamente vendiendo cosas que le mandan desde la Zona Libre de Colón, a veces tiene que fungir como el amo de la casa de su madre.

En su mente está preguntar en el Ministerio de Gobierno por alguna beca para exdetenidos, o si algún programa internacional le da oportunidad a gente como él.

—Un primo me dice que ve en mí mucho talento, por la forma en que veo las cosas después de la cárcel, pero para gente como yo eso no es fácil—

—¿Pero es un argumento muy lastimero, no?

—No. Salir de la cárcel es como pasar solo los primeros barrotes—, sigue.

La noche que salió, mientras le daban las instrucciones sobre su lo que no podía hacer después de la prisión, la policía le dijo que siempre sería un presunto culpable si ocurriese algún caso de robo cerca suyo. Entonces debe cuidarse por partida doble.

Pero asegura que la primera noche en prisión aprendió a cuidarse. Aún desorbitado por la extrema oscuridad de la cárcel, unos reclusos le hicieron ir a una celda, donde ‘alguien' lo esperaba.

‘¿Quieres que te mate?', le preguntó el joven que le hizo llamar, mientras le apuntaba con un tipo de pistola que ya no recuerda. Él se precipitó: ‘¡mátame, pues!', le dijo, sin saber por qué habría él de morir. Después el recluso le hizo memoria: habían peleado de muy niños. Vivían cerca. Pero los bandidos no olvidan. En eso entró otro recluso, que lo defendió ante su potencial asesino. Él aprovechó el descuido y lo desarmó. Bienvenido a la cárcel.

Poco después, dice, pasó al pabellón de los evangélicos, en un golpetazo de suerte. Se había cansado de la presión de miembros de todas las bandas que tenía alrededor, que le incitaban a tatuarse como ellos. Ahora muestra con orgullo sus brazos fibrosos, los que ejercitó en los momentos de ocio en la prisión. Ninguno tiene rastro de tintas. Poco después de su cambio de pabellón, en el que solía dormir hubo un motín. En la confusión mataron a uno.

En prisión tuvo que aprender a jugar a caer en pie, ganar pocos enemigos —‘nadie nunca se salva de no tenerlos, ni siquiera los más bobos', dice—, y comportarse para ganarse el derecho de pasar todos los días festivos en casa, y alcanzar la victoria de la libertad.

Pero se da cuenta que ese premio es una paradoja. La sociedad no apuesta por resocializar a nadie, lo que alimenta el círculo de la reincidencia. En la misma mesa en la que come, Alberto aterriza en todo lo que le falta por pagar: al final lo condenaron ‘a cinco años de cárcel, cinco años de inhabilitación de funciones públicas, diez años para no conseguir un empleo sin que desconfíen de él y toda la vida con el estigma de qu alguna vez fue un ladrón'.

*Los nombres de esta historia fueron cambiados por seguiridad.

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