Denuncias y sentencias justas

Desde una fecha imprecisa la sociedad panameña, en particular, viene observando el debilitamiento de su patrimonio moral y se le ha asignado, principalmente, al conjunto de la clase política, la autoría, la complicidad o el encubrimiento de los lícitos que tanto ha repudiado la conciencia decente del país
Denuncias y sentencias justas

Algunos países de América viven momentos de crisis y de expectativas generadoras de tensiones políticas. Es una crisis provocada por la acumulación de denuncias o por la comisión de nuevos delitos que afectan el prestigio de la nación y que no pueden continuar deambulando en las murmuraciones públicas o privadas sin que una fuerza jurisdiccional o competente, tan objetiva como responsable, depure los hechos con el bisturí de la verdad. Desde una fecha imprecisa la sociedad panameña, en particular, viene observando el debilitamiento de su patrimonio moral y se le ha asignado, principalmente, al conjunto de la clase política, la autoría, la complicidad o el encubrimiento de los lícitos que tanto ha repudiado la conciencia decente del país.

Sucesos críticos semejantes se dilucidan con seriedad y coraje en otras sociedades. El Chile de Pinochet, por ejemplo, desde 1973, fecha del derrocamiento del presidente Allende, ha sido escenario de apasionadas controversias. Los crímenes de los militares dividieron a la familia chilena. Treinta y un años de polémicas acaban de culminar con dos hechos que constituyen hitos de la justicia y del rubor. Es hito de la justicia el perdón implorado por las fuerzas armadas chilenas por los crímenes cometidos durante el gobierno de Pinochet; y existe el penoso hito del rubor, el que ha sido marcado por uno de los hijos de Pinochet al decir que él jamás abandonará a su padre, pero que no lo puede defender en el escándalo de las sumas millonarias obtenidas durante su régimen oprobioso. Ninguna sentencia dictada contra Pinochet o pedida contra él, por sus violaciones de los derechos humanos, es tan dura, significativa y hasta heroica como la sentencia emanada del rubor filial.

Este terrible drama que encarna en la historia contemporánea de Chile es drama cotidiano en muchos hogares panameños que exhiben ante propios y extraños el sospechoso enriquecimiento del jefe de familia, no necesariamente con la tolerancia de los hijos, sino con la silenciosa observación de quienes en la intimidad escrutan la súbita presencia del espíritu de Alí Babá en la conducta del padre.

Algunos hijos reaccionan como Marco Antonio Pinochet y limitan la entrega de su solidaridad al progenitor; otros aprenden en el hogar, con todo descaro, el abecedario del delito.

A pesar de los desencantos de arrastre es preciso recordar que existe un recurso para que las crisis, por viejas o nuevas razones, no decapiten ni a la democracia ni a la justicia. Ese recurso aconseja la utilización de los órganos del Estado para que la acusación seria encuentre un derrotero legal y un final que se denomina veredicto. Es el final fundado en derecho y Chile lo encontró tras largos años de lucha por la justicia.

En nuestro país, lamentablemente, las heridas producidas por la dictadura siguen abiertas y las víctimas continúan desdeñadas hasta por el pueblo.

En los días actuales otras son las preocupaciones de la sociedad. Los crímenes del pasado han sido olvidados. Hábilmente se ha logrado concentrar la atención selectivamente en hechos oficiales recientes, acusados de lesionar el patrimonio moral de la nación. Los tribunales saben que hoy como nunca están bajo la observación de mil miradas, unas morbosas que anhelan el linchamiento de los denunciados; otras decentes que no buscan cabezas para la guillotina, sino sentencias libres de sospechas. No se trata de condenar o de absolver, se trata de encontrar la verdad y de explicarla docentemente a todo el país. No es cuestión de peces gordos y de sirenas lo que se encuentra en debate. A la justicia no la seduce ni la determinan en su función los casos grandes o chicos, sino lo que es justo o es injusto. Lo que importa es la garantía del debido proceso –piedra angular de todo juicio penal– para desatar una interrogante que debe descansar en una tesis (acusación) en una antítesis (defensa) y en una síntesis (sentencia). En el estudio honesto de esta trilogía lógica, sin prejuzgamientos, se encuentra la médula moral y jurídica de la acción judicial. Es lo que juzgará en la instancia final la historia con serena imparcialidad.

Ante los casos denunciados la opinión pública no debe pedir ni condenas ni absoluciones. Debe exigir un proceso imparcial y una sentencia justa. Además de ser ese el papel de la sociedad, estimo que ese es el propósito de los denunciantes y la esperanza de los denunciados. Desde luego existe de por medio la promesa electoral de llevar a los tribunales las ilicitudes nuevas y viejas, pendientes de una consideración judicial. Pero la acción de la justicia debe ser tan objetiva y autónoma que nadie pueda calificarla como instrumento servil de esa promesa. No debe caer en el olvido lo que decía el maestro Carrara: “Justicia y política no nacieron hermanas; cuando la política se enfrenta a la justicia, la justicia se va volando al cielo”. Interpuestas todas las demandas anunciadas, los demandados deben encarar los cargos fundados en la premisa de que el Ministerio Público solo busca el cumplimiento de los presupuestos de la ley penal. La conciencia lúcida y crítica de la sociedad panameña estará presta para aplaudir la corrección o para censurar lo que pueda constituir una desviación de los fines de la justicia.

La rueda de la acción penal ha comenzado a moverse ante nuevos y delicados episodios controvertidos que merecen ser investigados. Es de esperar que esa rueda aplaste a los delincuentes y absuelva a los inocentes, y que no termine, por simple degradación de los jueces, aplastando a la propia justicia como ha ocurrido con los copiosos delitos de la dictadura militar, aún moral y legalmente insepultos.

El artículo fue publicado originalmente el 4 de diciembre de 2004.

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