En Venezuela hay 1,905 detenidos considerados como “presos políticos”, 38 más que la semana pasada, cuando se computaron 1.867 personas privadas de libertad...
- 01/01/2021 00:00
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Publicado originalmente el 3 de enero de 2004.
El golpe de Estado tiene su historia en Panamá. El primer derrocamiento del siglo XIX, luego de la independencia de España, se consumó en el año de 1831. Fue un golpe militar. Lo ejecutó el general venezolano Juan Eligio Alzuru en perjuicio del gobierno que presidia el panameño José Domingo Espinar.
El protagonismo subversivo de Alzuru, su mal ejemplo, fue funesto porque la historia siguiente marca un siglo XIX repleto de fraudes y de golpes militares. Algunos mandatarios duraban pocos días en el poder. El récord lo tenía Pablo Arosemena, quien fuera derrocado el 12 de octubre de 1875 por el general Sergio Camargo, a los 12 días de haber tomado posesión. Significativamente, 93 años después los militares Martínez y Torrijos rompieron el récord sentado en el derrocamiento de Arosemena, al deponer a Arnulfo Arias a los 11 días de haber asumido el mando.
Al proclamarse el 3 de noviembre de 1903, los gobernantes civiles decidieron disolver el ejército, eliminando en esa forma el tradicional foco golpista. El general Huertas venía poniendo de manifiesto todo su poder: primero, ordenó la destitución de dos miembros del Gabinete (Tomás Arias y Nicolás Victoria), y segundo, cuando se le pidió la renuncia, presentó la suya y la de todo el ejército, envió las tropas a las calles a lanzar gritos de protesta y quitó toda protección al palacio presidencial. Era una conjura en marcha, rápidamente evitada por medidas adoptadas por el secretario de Justicia Santiago De la Guardia.
La final disolución del ejercito creó un clima de sosiego y de vigencia constitucional, hasta que llegó el 2 de enero de 1931. En esa fecha, por una de esas coincidencias inexplicables, se llevó a cabo en Panamá el primer golpe de Estado del siglo XX, precisamente al cumplirse el primer centenario del movimiento militar de Alzuru.
El acto subversivo del 2 de enero de 1931 fue políticamente controvertido y hasta censurado, por el precedente creado de encontrar en la violencia la solución a los problemas generados por un gobierno no totalitario. Pero moralmente aquel golpe fue un acto de reafirmación nacional, una especie de desafío al espíritu intervencionista del Bidlack-Mallarino de 1846, siniestramente actualizado y reencarnado en la cláusula VII del tratado de 1903 y en el artículo 136 de la Constitución Política de 1904.
Si las indicadas normas contractuales y constitucionales otorgaban a Estados Unidos la facultad de intervenir en el país cuando fuere quebrantado el orden público, el 2 de enero de 1931 Acción Comunal se enfrentó al artículo 136 de la carta, al gobierno constituido, al tratado general y al poder intervencionista del Gobierno de Estados Unidos. La acción de los rebeldes fue consecuente con sus prédicas nacionalistas y autonómicas, un acto de arrojo, de liberación, de reto; un pulso firme y resuelto contra un estatus de dependencia colonial.
Al producirse el golpe de Acción Comunal, Estados Unidos procedió a llamar al presidente de la Corte Suprema, Manuel Herrera Lara, a su despacho y por su conducto da una especie de ultimátum a los alzados. El ministro Davis quería la sucesión constitucional y precisó que todo debería ser resuelto el mismo 2 de enero antes de las 5:00 de la tarde. El presidente de la Corte, con suprema diligencia, pavimentó airosamente el continuismo constitucional, con lo cual el golpe quedó congelado en la antesala de una pretendida revolución. No obstante, el 2 de enero de 1931 cambió en mucho el curso de la historia nacional. Los nuevos líderes fueron los actores de grandes transformaciones. En sus manos se amasó la arcilla de la Universidad de Panamá, el tratado general de 1936 –hito singular del perfeccionamiento soberano–, y se dio un impulso fantástico al desarrollo de la seguridad social. Estas realizaciones y otras fraguaron un nuevo espíritu nacional, más identificado con tareas primordiales de un Estado en franco proceso de consolidación.
En resumen, debo decir que el 2 de enero de 1931 tiene el mérito de haber desafiado las estructuras imperiales. En ese hecho radica su valor intrínseco. Sus actores quisieron encontrarse a sí mismos como panameños sin limitaciones.
En este año nuevo, tan lleno de horas para la reflexión, busquemos un diálogo para limpiar el Estado panameño de tóxicos residuales de una época de oprobio. Son las tareas grandes pendientes de solución. Las enmiendas, reservas y cláusulas del Tratado de Neutralidad que nos someten al paraguas del Pentágono, según la confesión histórica de Torrijos, deben ser abolidas. En años recientes, José Miguel Alemán expresó sus deseos de abrir un diálogo nacional al respecto. Debería ser el diálogo electoral entre todos los candidatos presidenciales. ¡Deberían atreverse! Los panameños no debemos olvidar la invasión de 1989, porque en ella y con ella se cayeron máscaras y se disipó el eufemismo dialéctico de quienes alegaban que en los nuevos tratados no se plasmaban “derechos” intervencionistas. El expresidente Bush justificó aquella agresión, alegando que los tratados del Canal autorizaban la invasión de diciembre de 1989.
Es obvio que en las iniciativas de Acción Comunal encontramos motivos para reconocer su patriotismo. El 2 de enero de 1931, por sus retos y efectos, más que por el golpe mismo, es su fecha clásica. Es una de las tantas fechas clásicas de la lucha soberana. Falta una, la definitiva, la que debemos alcanzar unidos en el espíritu del 2 y el 9 de enero, y de tantas otras fechas en las que el honor nacional desafió los textos coloniales.