Nadie puede censurar: el legado en jaque de la Corte IDH

  • 15/11/2025 00:00
A 40 años de la Opinión Consultiva Número 5 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la historia, los protagonistas y las cuentas pendientes del documento que legó tres premisas al continente: sin libertad de expresión no hay democracia, el periodismo es su esencia y nadie —ni gobiernos, ni empresas, ni organizaciones— puede limitarlo

Hay una frase que periodistas, organizaciones de la sociedad civil y demócratas bienpensantes recitamos como un rezo: sin libertad de expresión no hay democracia.

Se agita como bandera en foros y conferencias. “Sin libertad de expresión no hay posibilidad de una democracia plena”, dijo el Relator Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la CIDH, Pedro Vaca, en un encuentro en Perú.

La esgrimimos como defensa: fue uno de los argumentos de la CIDH para otorgar medidas cautelares a 31 personas del periódico digital El Faro de El Salvador en 2021, ordenando al Estado salvadoreño protegerlas ante las amenazas del propio gobierno. “Sin libertad de expresión no hay democracia”, repitieron enseguida sus colegas de Nicaragua, tras la cancelación de asociaciones periodísticas por el régimen de Daniel Ortega.

Hasta se proclama como aspiración. “No hay democracia sana sin periodismo libre”, insistió la presidenta del Fórum de Periodistas de Panamá, Ivette Leonardi, al presentar un estudio junto a la Unión Europea.

Y sin embargo.

En Panamá, más de la mitad de los ciudadanos siente que no puede expresarse libremente.

Las medidas cautelares de la CIDH no impidieron el exilio forzado de casi todos los periodistas independientes de El Salvador y Nicaragua.

Un alcalde acaba de exhortar a asesinar al periodista Gustavo Gorriti en Perú, un país donde cinco medios independientes están destinando recursos y energías a combatir una ley hecha para extinguirlos.

El Informe Sombra 2024 de la Red Voces del Sur habla de un “riesgo extremo” para la prensa: 3,766 agresiones, 14 asesinatos, 756 registros de discursos estigmatizantes y 217 procesos judiciales para censurar. “La represión estatal, el crimen organizado y la impunidad sistémica amenazan el derecho a la información”, dice el informe.

Entonces, ¿qué hacemos con la frase? ¿Vale la pena sostenerla en ese lugar de privilegio? ¿Dejamos de decirla o le agregamos una nota al margen que avise “significado en vías de extinción, no garantiza efectos reales”?

La frase adquiere sentido cuando se rastrea su origen.

Fue escrita hace 40 años en un documento conocido como la Opinión Consultiva número 5, o simplemente OC-5, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH). Era 1985. El continente ensayaba su regreso a la democracia. Más de la mitad de los países dejaban atrás dictaduras que habían sembrado miedo, plomo y silencio; algunas guerras civiles se apagaban. En uno de los pocos rincones sin generales ni autócratas, seis jueces sellaron el texto con el legado fundante de la nueva época. Y añadieron dos principios nuevos: que el periodismo forma parte esencial de esa libertad, y que nadie —ni gobiernos, ni empresas, ni colegios profesionales— puede limitarlo.

Esta es la historia de cómo una condena absurda a un periodista norteamericano en Costa Rica cambió el curso de las democracias del continente.

Uno: Un periodista condenado en Costa Rica

Stephen Schmidt nació y fue joven en la década del ‘60 en una ciudad que aún no envejece, Nueva York. Pelo largo y fanático del rock psicodélico, tras graduarse de arte recibió una propuesta para moverse al patio trasero de su país a dar clases en una escuela bilingüe para hijos de diplomáticos, empresarios y políticos. No tenía experiencia en docencia, pero a la manera salvaje y aventurera de Hunter S. Thompson en ‘El diario del ron’, salió volando y en 1971, a los 21 años, aterrizó en Costa Rica. Le gustó.

—I felt more tico than gringo.

El trópico lo atrapó, dijo desde su casa en New Hampshire más de cinco décadas después, una tarde de octubre de 2025. El colegio sí dejó de gustarle y, de nuevo, apareció una oportunidad para hacer algo que tampoco había hecho nunca: ser reportero en el Tico Times, un semanario en inglés que traducía al mundo las guerras de Centroamérica y denunciaba las intervenciones de Estados Unidos para inyectar poder de fuego a las dictaduras y los paramilitares en la región.

—Una época estupenda para ser reportero allí —dice sobre Costa Rica. En aquel entonces, se enorgullecía de decir que gastaba más en la Sinfónica Juvenil que en defensa.

Sin embargo, la aventura feliz de reportero encerraba una amenaza: para ejercer el periodismo había que estar colegiado. Los colegas locales se quejaban de que los extranjeros como él gozaban de mejores salarios y condiciones. Lo señalaban públicamente y lo apretaban: señor Schmidt, usted está rompiendo la ley. Cansado de las presiones, en una reunión con ellos en 1980 dijo, medio en chiste, medio en serio:

—Soy culpable. Así que, por favor, déjenme trabajar o demándenme.

Y el Colegio lo demandó. El 3 de junio de 1983, la Corte Suprema de Justicia de Costa Rica lo condenó a tres meses de prisión por ejercer el periodismo sin carné.

—Era un delincuente por ser reportero. Es absurdo —recuerda hoy.

La sentencia encendió un debate que trascendió fronteras: un periodista era castigado no por mentir, sino por informar. Su caso impulsó el inicio de la democracia moderna en América Latina. Pero entonces él ni podía imaginarlo.

Dos: Una Corte continental para el nuevo continente

El primer paso de Stephen para defenderse fue ir a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), una de las pocas instituciones que protegían los derechos humanos. Salió mal: la respuesta fue que la colegiación era una regulación profesional, no una censura.

Quedaba solo una posibilidad: la Corte IDH, el brazo legal del sistema interamericano que se había instalado bajo el paraguas de la Organización de Estados Americanos (OEA) en 1979 para que se pudiera juzgar a los Estados como en Europa, y no solo emitir informes, como hacía la CIDH. El problema era que para comenzar el caso, la CIDH tenía que enviarlo. Y la CIDH ya se había expedido sobre el asunto. Así que el único recurso era que un Estado le pidiera una opinión.

En julio de 1985, la presión de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) empujó a Costa Rica a preguntarle a la Corte IDH si exigir colegiatura obligatoria, como se le exigía a Stephen, violaba el artículo 13 de la Convención Americana: el derecho a la libertad de expresión.

—Los astros se alinearon —dijo Elizabeth Odio desde la sede de la institución que ayudó a crear en la capital costarricense—, porque un Gobierno que gana un caso en la Comisión normalmente no trae el caso a la Corte.

Elizabeth Odio era una abogada joven que ayudó a instalar la Corte IDH. Gracias a su trabajo, el Estado de Derecho gozaría de buena salud en muchos rincones del continente. Con poco que hacer y apenas cinco años de creada, la Corte IDH asumió el desafío.

Era un tribunal nuevo, formado por juristas de seis países. Thomas Buergenthal, un profesor de derechos humanos radicado en Estados Unidos que creció en Polonia y estuvo en un campo de concentración de Auschwitz, era su presidente. Lo acompañaban el colombiano Rafael Nieto Navia, el costarricense Rodolfo Piza Escalante, Máximo Pacheco Gómez, de Chile, Carlos Roberto Reina (Honduras) y un venezolano que sería líder: Pedro Nikken.

Todos murieron, pero los registros muestran que entendían el desafío.

Tres: Una decisión para la Historia

La cuestión a resolver era difícil.

Por un lado, la Corte IDH estaba condicionada por el otro órgano de protección de derechos humanos, por periodistas locales y el gobierno que la consultaba. Por otro lado, la SIP y medios internacionales sostenían que no se podía condicionar —y mucho menos condenar— a un periodista por hacer periodismo. Todo eso en un momento donde la democracia era una cuestión de vida o muerte.

Si la Corte rechazaba la consulta, estaría contradiciendo a su propio sistema. Si la confirmaba, legitimaría una forma de censura.

“Éramos conscientes de que había que ser extremadamente cuidadosos en los estándares que se fijaban —dijo Nikken en una entrevista publicada en 2017. Supimos que íbamos a fijar estándares que tenían que aplicarse a la libertad de expresión para preservarla, a cómo establecer sus límites, pero también pensamos que seguramente servirían luego para otras discusiones en cuanto a la teoría de los límites a los derechos humanos”.

Un 13 de noviembre de 1985 la Corte publicó la OC -5/85. Veintinueve páginas, un lenguaje al hueso y una idea que marcaría el destino latinoamericano: la libertad de expresión no es un privilegio, es una condición de existencia.

El párrafo 70 se ha transformado en una bandera:

“La libertad de expresión es una piedra angular en la existencia misma de una sociedad democrática. Es indispensable para la formación de la opinión pública. Es también conditio sine qua non para que los partidos políticos, los sindicatos, las sociedades científicas y culturales, y en general, quienes deseen influir sobre la colectividad puedan desarrollarse plenamente. Es, en fin, condición para que la comunidad, a la hora de ejercer sus opciones, esté suficientemente informada. Por ende, es posible afirmar que una sociedad que no está bien informada no es plenamente libre”.

Por primera vez, un tribunal internacional latinoamericano vinculó directamente esas ideas. Incluso fue más lejos.

El rostro del periodista quedó sellado a fuego en el documento: opinó que el periodismo no podía separarse de la libertad de expresión, porque ambos son, en esencia, lo mismo: “El ejercicio del periodismo profesional no puede ser diferenciado de la libertad de expresión”. Con esa frase, desmontó la idea de que solo un grupo con título o carné podía informar: “Resulta contradictorio invocar una limitación a la libertad de expresión como medio para garantizarla”.

Los jueces no se limitaron a resolver un caso. Dijeron que ese no era un derecho exclusivo de los periodistas, sino de toda la sociedad, un bien colectivo —“el ejercicio de esa libertad requiere que los medios de comunicación estén abiertos a todos sin discriminación”—, indicaron que no son admisibles los monopolios con el fin de moldear la opinión pública y, además, incursionaron en las obligaciones de los Estados para promover el pluralismo.

Para más, el tribunal dejó una herramienta jurídica que sigue vigente: el test de proporcionalidad, para evaluar si una restricción a los derechos es legítima. Solo si cumple tres requisitos —que la medida esté prevista por ley, que responda a un interés público imperativo y que sea necesaria en una sociedad democrática— puede justificarse una limitación. De lo contrario, es censura.

Ese razonamiento, explicó Nikken, surgió del contexto: “La libertad de expresión fue uno de los derechos más ultrajados por las dictaduras latinoamericanas. Era el momento de fijar un estándar sobre su vínculo radical con la democracia”. Y resumió el espíritu que avivó la redacción así: “La libertad de expresión no es el derecho de quien habla, sino la garantía de que todos puedan oír”.

Intensiva e irrebatiblemente, se precipitaron diatribas y títulos arrebatados en los periódicos locales desde el día siguiente: «Corte Interamericana contra colegiatura», «Gobierno rechazó opinión de la Corte de Derechos Humanos». Los detalles asustaron a los jueces: el gobierno de Costa Rica amenazó con no acatar la medida. “El Estado costarricense es soberano y son sus órganos constitucionales, Legislativo y Ejecutivo, los que deciden sobre las leyes”, dijo en un comunicado.

La SIP y medios internacionales como el New York Times y el Miami Herald, en cambio, celebraron: era la primera gran victoria judicial del periodismo en América Latina.

Cuatro: El efecto dominó

Finalmente, Costa Rica acató aunque la opinión no era vinculante. La colegiatura dejó de ser obligatoria y el nuevo espíritu regó en todos los países del continente, y en el propio sistema interamericano.

Ejemplos sobran. Perú, Brasil, Ecuador, Colombia, y decenas de países siguieron ese camino y eliminaron el requisito del carné. La OC-5 fue citada por los tribunales de justicia desde la Antártida hasta Tijuana.

“Ya nadie iba a ser perseguido por opinar, por escribir, por participar”, dijo la actual presidenta de la Corte IDH, Nancy Hernández López. “La OC-5 es una de las decisiones de más impacto de la Corte hasta la fecha”.

“Lo mejor es que hoy todavía se usa”, dijo Pedro Vaca, el relator para la libertad de expresión de la CIDH. “Siempre he creído que quienes hicieron parte de este proceso tuvieron una visión de futuro impresionante, un grupo de gente que pensaba un futuro más emancipado y dejó la brújula jurídica y moral para eso”.

Los jueces no podían saber lo que vendría 40 años después. Entonces entendieron que las nuevas democracias necesitaban una base sólida para construir regímenes democráticos fuertes, que evitaran que el péndulo histórico entre dictadura y democracia arrasara nuevamente con los derechos y las vidas de los latinoamericanos. Por ello, enviaron un mensaje contundente.

Ahora, como si el tiempo avanzara en espiral, una nueva colección de gobiernos legítimos y autoritarios violan derechos humanos por igual y pergeñan nuevas formas para limitar la palabra. Además, hay nuevas incertidumbres con la crisis de los medios tradicionales y el avance de la desinformación. Y todo ello sin el entusiasmo de aquella época.

Cinco: El peso de la historia para una nueva Corte IDH

Cuarenta años después de la OC-5, las amenazas vuelven a llamar a la puerta.

Exilio en El Salvador, desapariciones en Nicaragua, torturas en Venezuela. En Panamá, una campaña de difamación digital orquestada por promotores de una minera con concesión declarada dos veces inconstitucional apunta contra quienes investigan el caso, los defensores ambientales y los juristas que exigen respeto a la Constitución.

Así y todo, el periodismo persiste.

En noviembre, la OC-5 vibró en Buenos Aires durante la Conferencia Latinoamericana de Periodismo de Investigación (Colpin), el encuentro que volvió a mostrar las investigaciones valientes, rigurosas y de impacto de los periodistas independientes. Allí, la Corte IDH enfrentó cuestionamientos. “Los gobiernos ya ni escuchan a la Corte”, lamentó un nicaragüense. Otro se quejó de una contradicción: un miembro del tribunal, Rodrigo Mudrovitsch, defendió a Odebrecht en el mayor caso de corrupción conocido en el continente, Lava Jato, y patrocinó una demanda usada como acoso judicial contra un periodista antes de ingresar a la Corte IDH.

Como en 1985, las organizaciones de periodistas, la misma Corte y los propios Estados están ante la oportunidad de elegir de qué lado de la historia se van a ubicar: si deciden someterse a los cantos de turno o desentonar con la épica de aquellos jueces, para rescatar a la OC-5 de las bibliotecas y volverla realidad en nuestros países.

El mensaje sigue vigente: las democracias de América dependen de la libertad de expresión, su sostén esencial. Para que esa no se reduzca a un bulto amarillento, archivado en un edificio silencioso de San José, donde supo hallar personas trabajando para cambiar el curso de la historia, hay que mirar a su origen. Así, la advertencia que encierra la frase, replicada como bandera, defensa y aspiración, cobra sentido.

Quizás, como citó un periodista nicaragüense recordando a Camus en Colpin, la historia tendrá o no en cuenta estos esfuerzos, pero habrá que hacerlos. Desde algún lugar, los jueces —y las democracias— lo celebrarán.

*Este reportaje fue producido por el Proyecto de fomento de medios independientes y la lucha contra la desinformación, financiado por la Unión Europea y publicado por este diario en colaboración con revista Concolón.

Momentos clave
3 de junio de 1983
La Sala Tercera de la Corte Suprema de Justicia de la República de Costa Rica condenó a Stephen Schmidt a tres meses de prisión por ejercicio ilegal de la profesión de periodista.
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