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- 01/01/2011 01:00
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La modernidad es cambio social. Cambio permanente en las estructuras y organización social, en instituciones, y en los sistemas de valores que orientan las actitudes y conductas de los miembros de una determinada sociedad. En consecuencia, la modernidad conlleva como rasgos distintivos un papel creciente de la ciencia, tecnología e innovación; una cultura ciudadana de participación y responsabilidad social; y una educación acorde a la estructura de necesidades de dicha sociedad.
No obstante, los estudios sociológicos han develado en las sociedades contemporáneas –entre ellas las latinoamericanas— que, detrás de las ‘pantallas de modernidad’, en estas realidades se hacen presente rígidas estructuras sociales; instituciones tradicionales; y patrones de conductas fundados en la arraigada creencia que los bienes públicos pueden ser objeto de apropiación privada. Coexistimos entre lo moderno y lo tradicional.
Es en el contexto de una sociedad como la panameña cuyos imaginarios se configuran pretendidamente como modernos, nuestro país vive su dual realidad, mistificando y encubriendo sus contradicciones en la ficción de modernidad que proyecta la hilera de rascacielos que se delinean en el horizonte urbano. Dentro de la ciudad de Panamá, que ‘algunos’ llegaron a caracterizar de ‘mágica’, se construyen día a día auténticas murallas que segregan a sus habitantes en lo espacial, social y cultural. El ‘barrio’ al que le cantara Rubén Blades, ha dado paso al ghetto. Realidad existencial de marginalidad y exclusión, simulación de convivencia que surge de la concentración y alta densidad, degradación social y exclusión espacial urbana. No deja de ser una paradoja, que detrás de este ‘Dubai de América Latina’, vivamos existencialmente la angustia de sabernos profundamente anacrónicos.
EL TIEMPO DE LA MODERNIDAD
‘Panamá es una mezcla de culturas ancestrales como las de los Indios Kunas, y de un modernismo norteamericanizado apabullante, de lo cual el mejor ejemplo es su capital: Ciudad de Panamá, con sus cientos de rascacielos y bancos de todas partes del mundo’. Esta es la descripción de nuestra realidad que hace una promotora inmobiliaria a nivel del internet. Es también la propuesta de una modernidad imitativa de determinados sectores comerciales criollos y extranjeros, tendiente a la caracterización fácil, centrada en las distorsionadoras imágenes de una urbanización desbocada, de su ‘alto’ y concentrado perfil urbanístico, y de un consumismo desmedido por parte de su población.
Sin embargo, el negocio inmobiliario de los ‘rascacielos’ que adquiere velocidad en el 2006 está orientado como se sabe, a satisfacer necesidades inmobiliarias y especulativas de una élite asentada en el exterior, siendo por ello una actividad con poca incidencia habitacional en el mercado nacional. Este proceso no hace más que profundizar dos tendencias seculares en nuestra expansión urbana: por una parte, asentamientos residenciales equipados con todos los servicios, construidos para el consumo de sectores de altos ingresos; y por la otra, los asentamientos estimulados desde las políticas públicas en la periferia de la ciudad, para sectores de bajos ingresos con escasa dotación en los servicios. Esta es la ciudad fragmentada de que hablara el arquitecto y urbanista Álvaro Uribe.
Según la Contraloría General de la República, la construcción representó en 2010 el 6.7% del Producto Interno Bruto (PIB), mientras que en el 2009 había aportado el 4.5%, aumento explicado por la construcción de proyectos inmobiliarios de alto valor, que reorientó a mediados de la década al sector de manera decisiva. Como tendencia, en el 2008 el valor de las construcciones se elevó a USD 1,601 millones, siendo un 18,7% más elevado sobre los 1,348 millones de dólares aprobados en inversiones de este tipo para el 2007.
Con todo, esta modernidad urbano-inmobiliaria-especulativa ha saltado del redil metropolitano y se ha trasladado a otras partes del territorio. Especialmente en aquellas áreas con expectativas de desarrollo turístico o residencial de playa, conllevando una sobre-valorización de las tierras y una desorbitada tendencia a la apropiación de las mismas, de manera legal o no. Esta modernidad especulativa ha desplazado asentamientos poblacionales, contribuyendo a los ya clásicos procesos de expulsión-migración rural-urbano que vienen de la década de los 50’s, y que dieron lugar, entre otros, al hoy distrito de San Miguelito. Este como se recordará se fue configurado de manera fragmentada y caótica en los sesentas, y adquirió su actual condición administrativa en 1972.
LOS TIEMPOS TRADICIONALES
La persistencia de instituciones tradicionales en el espacio público—patrimonialismo, transfuguismo político, tráfico de influencias y clientelismo—constituyen los atributos de un pasado que de manera obstinada se resiste a desaparecer. Pareciera que la velocidad de los cambios a nivel global generan en lo local obstinación en las prácticas tradicionales, especialmente en el ámbito de la política. La ausencia de transparencia conspira contra la modernización de la administración pública y la gobernabilidad político-social, y no hace más que develar la fuerte relación que existe en nuestras realidades, entre los aspectos político-institucionales y determinadas formas tradicionales de ejercicio de la dominación política.
Las prácticas tradicionales son siempre, las limitadas respuestas de aquellos sectores que se sienten amenazados por la creciente expansión de demandas de la sociedad civil que exige respuestas que satisfagan necesidades integrales propias de una calidad de vida decente. Son las peticiones que se le hacen a una sociedad que se exhibe a través de la publicidad pública y privada como un país del primer mundo. En esta perspectiva, es imperioso fortalecer una democracia política centrada en partidos ideológicos, como garantía de la participación responsable. Que fundamenten sus propuestas en plataformas programáticas, orientados por nuevas concepciones políticas, donde cultura y educación política enfaticen lo colectivo sobre el individual. Conservar los espacios de poder a través del encubrimiento aumenta los riesgos de la gobernabilidad democrática y empuja a la sociedad al conflicto.
LAS PERSPECTIVAS
Una modernidad no imitativa, esto es auténtica, debe ser nuestro imperativo. Propugnar por una mayor equidad, democracia y competitividad a través de la incorporación de nuevos desempeños en diversos sectores de la población, parece ser nuestro desafío. Apostar a la producción y a una valorización cultural del papel transformador de la ciencia y tecnología en nuestra población, requiere una definición de los propósitos de la educación. Sin embargo, las características particulares del proceso educativo, dependen tanto de las necesidades inmediatas como de su articulación con un proyecto integral de desarrollo nacional, cosa que no tenemos. En se sentido, toda inversión educativa debe impactar en la solución de los problemas del desarrollo, especialmente en la reducción de la desigualdad y la exclusión. Con todo, se insiste en una propuesta educativa—transformación curricular—centrada en eficiencias y en competencias, basadas en una concepción individual e instrumental del logro.
Esta concepción de resocialización educativa tiende por omisión, a disminuir contenidos éticos-humanísticos generalmente orientados a configurar una ciudadanía integral que fundamente un genuino proyecto de desarrollo nacional. No obstante, desde una perspectiva de modernidad auténtica, para construir una nueva realidad fundada en una sociabilidad fraterna y en un entendimiento político, tenemos la necesidad de situar a futuro los debates sobre democracia y política pública educativa en un contexto de diálogo y compromiso verdadero, que permita evaluar críticamente las promesas incumplidas de la modernidad: en equidad, participación y competitividad. Esto es ser verdaderamente modernos.