¡A Ud., presidente! Cuando la educación es rehén de los conflictos

“Yo soy Javier, tengo 13 años y voy todos los días a una escuela que no existe”. Así comienza la metáfora viva de uno de nuestros tantos estudiantes que, sin darse cuenta, habita una escuela vaciada de sentido: cerrada por paros, corroída por el abandono y atrapada en debates que no la nombran como prioridad.

¿Cuántas veces hemos normalizado lo inaceptable en nombre de lo coyuntural?

Panamá ha atravesado una seguidilla de huelgas y paros docentes que, aunque legítimos en su origen, han tenido un alto costo invisible: la interrupción repetida del derecho a educarse. Solo entre la pandemia y los paros se han perdido más de 500 días de clases presenciales. Es decir, dos años escolares completos se han esfumado entre crisis sanitarias, pugnas salariales y reclamos políticos.

Mientras el conflicto se enreda, el tiempo no se detiene. Y los estudiantes tampoco. Ellos crecen en una educación fragmentada, desigual y desvinculada de sus necesidades. La escuela pública se ha convertido en una institución “fantasma”: los edificios están ahí, pero el contenido pedagógico se diluye en el ausentismo, en la falta de recursos, en el “no hay clases porque estamos en paro”.

El problema ya no es solo presupuestario; es estructural y emocional.

¿Quién escucha a los estudiantes cuando el sistema deja de funcionar?

A los niños y niñas como Javier nadie les pregunta qué opinan cuando se convoca a un paro indefinido. La educación se ha convertido en campo de batalla entre adultos, y el estudiante queda como víctima colateral. Sus aprendizajes, rutinas y desarrollo emocional quedan suspendidos.

Nos proclamamos “puente del mundo”, pero en educación repetimos el mismo ciclo: conflicto - huelga - negociación - acuerdo - olvido - nuevo conflicto.

Romper el ciclo

No podemos seguir secuestrando la educación cada vez que hay una disputa política o gremial. Defender derechos laborales es válido. Desproteger derechos fundamentales, inaceptable. La educación no es una ficha de cambio; es una línea de vida. Sin ella, el futuro de Panamá no solo se retrasa: colapsa.

El país enfrenta brechas profundas: infraestructura deficiente, abandono escolar, desconexión curricular y una educación pública cada vez más deslegitimada. Según el Banco Mundial, el joven panameño promedio tiene 10.7 años de escolaridad efectiva, cuando el mercado exige al menos 11.7. Esto implica que mil jóvenes al mes quedan fuera del sistema educativo y laboral, formando una generación sin rumbo ni red de apoyo.

Por eso urge una política educativa que trascienda gobiernos. Cada vez que una escuela cierra, lo que pierde no es el Estado: es el niño, la niña, el adolescente que confió en que su país lo formaría para ser libre, capaz y pleno.

Volvamos a abrir la escuela. No solo con llaves, sino con sentido.

¿La educación pública sólo en manos de los políticos? Panamá puede y debe aprender de experiencias internacionales que lograron avances sostenibles:

1) Autonomía institucional. En países como Finlandia y Singapur, la política educativa se separa de los intereses partidistas mediante agencias o ministerios autónomos. Se prioriza la meritocracia, la formación continua docente y la evaluación basada en resultados.

2) Inclusión tecnológica con sentido pedagógico. Corea del Sur y Estonia integraron tecnología desde edades tempranas, pero no solo repartieron dispositivos. Capacitaron a los docentes en competencias digitales, produjeron contenidos locales y establecieron marcos éticos para su uso. En Panamá, urge pasar de donaciones simbólicas a ecosistemas digitales sostenibles.

3) Infraestructura digna y equitativa. No se trata solo de construir aulas, sino de garantizar espacios de aprendizaje seguros, adaptados al clima, accesibles y motivadores. En nuestro país, miles de estudiantes aprenden bajo techos con goteras o en aulas improvisadas.

4) Actualización curricular con enfoque de futuro. No podemos enseñar contenidos del siglo XX con métodos del XIX a estudiantes del XXI. Necesitamos currículos que integren pensamiento crítico, ciudadanía global, educación ambiental y habilidades emocionales.

5) Participación ciudadana. La gobernanza educativa debe abrirse a estudiantes, familias, docentes y comunidades. Crear consejos escolares, observatorios independientes y mesas técnicas con representación diversa permite cocrear políticas más inclusivas y sostenibles.

Llamado al presidente y a la sociedad: Señor presidente, abrir escuelas va más allá de quitarle el candado a un portón. Es reabrir el pacto social que ellas representan.

Cambiar la historia educativa del país no requiere inventar desde cero. Requiere compromiso, visión de país y sentido de urgencia. La educación no puede seguir siendo rehén del conflicto ni víctima del olvido.

“Vienen con una mochila invisible: brechas de aprendizaje, desconfianza en el sistema y un dolor callado de sentirse olvidados por la escuela que los formó”.

Porque una escuela cerrada no solo apaga un aula: apaga un futuro. Y el futuro no puede esperar.

¡A Ud., presidente! Cuando la educación es rehén de los conflictos
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