Destronconando al duende

Actualizado
  • 17/10/2020 00:00
Creado
  • 17/10/2020 00:00
"Esta experiencia les servirá a los pela’os", repetía papá

Cuando llega diciembre, todo es alegría. Eso dice la canción, pero en mi época de escuela significaba el inicio del fin.

Durante dos meses y medio mi papá nos arrancaba de la civilización y trabajábamos en la finca de la familia, para mí era la analogía perfecta de una condena a trabajos forzados. Ese verano papá tenía planes concretos: se le había ocurrido la brillante idea de sembrar maíz, cosecharlo, venderlo y usar la caña como forraje al ganado.

Y así empezamos la construcción de un rancho cubierto con pencas en el lugar más apartado del camino, lleno de rastrojos y sin acceso a luz eléctrica. Me sentía parte de la familia Robinson, como en el libro de Wyss que me hicieron leer en la escuela. Cargando palos aquí, cortando ramas allá y represando la quebrada con sacos de arena para poder bañarnos; de sólo pensarlo me daba un frío terrible. "Esta experiencia les servirá a los pela’os", repetía papá. Mi hermano mayor era su mano derecha, mi hermano menor estaba emocionado, mamá guardaba silencio, y yo estaba decidido a desplomarme, dejar de comer y que los gallotes vinieran a recoger mi cuerpo inerte.

—Mientras más tardes en aceptarlo, más tardarás en disfrutarlo —decía mamá.

¿Disfrutarlo? Solo con pensar en todos los programas de televisión que había visto anunciar y que todos mis amigos estarían viendo, me hervía la sangre. Pero llegó el día fatídico en que el rancho estuvo listo…

—Desde hoy dormimos aquí —dijo papá— les voy a enseñar a destronconar, y eso nos tomará todo el día.

No era difícil, era aburrido. Luego que la peonada tiraba abajo todo el monte a punta de hacha y machete, quedaban los troncos. Nos tocaba a nosotros buscar por el potrero y recoger todas las boñigas secas, el excremento de vaca en forma de gran torta, apilarlo en montones alrededor del tronco, prenderle fuego y esperar pacientemente a que las brasas hicieran su trabajo.

—¡Ojo con las brasas, que se quema el pajonal! —gritaba papá— ¡Cuidado, que se aviva la candela!

Todo el día en eso. Destronconé como diez yo solo. No tenía idea de que un monte pudiera tener tantos árboles. Ya como a eso de las tres de la tarde, noté que algo brillaba entre las brasas de un tronco de espavé. Me acerqué y apartando un poco las boñigas humeantes, vi una bolsita de cuero que había escapado del fuego y dejaba ver muchas monedas en su interior. No parecían monedas comunes y corrientes, tenían signos raros y brillaban como el oro. Rápidamente tomé la bolsa y, por extraño que parezca, no me quemé. Recordé de inmediato los cuentos de mi abuelita sobre los duendes.

—Esta es plata de duende. —Pensé— Si me la llevo, ¿me perseguirá?

Obvio que no le dije a nadie. Y con aquel gran secreto en mi bolsillo me fui a dormir, o a intentarlo, porque aunque estaba muerto de cansancio, el miedo me impedía cerrar los ojos. Mi imaginación me jugaba bromas pesadas, sentía serpientes arrastrándose por mi catre, alacranes rompiendo la malla del mosquitero para escabullirse entre mis sábanas y picarme, pero sobre todo, los duendes… ¡Oh, los duendes!, vendrían por su tesoro, los veía de todas las formas y en cada sombra. Esa noche fue eterna. A la mañana siguiente, resultó que algunos de mis temores habían sido ciertos. Papá mató varias serpientes alrededor del rancho y el mosquitero amaneció lleno de bichos enredados en su exterior. Pero ningún duende se acercó… o al menos eso creía yo.

El día empezó temprano para mi mamá, que se esforzaba por tenernos contentos; no había cafetera, así que se hacía café de olla sobre el fogón de tres piedras. Papá aún no llegaba del pueblo con el hielo para enfriar la limonada y me conformé con un sorbo de café, una tortilla asada y una porción de queso blanco; hubiera preferido unos pancakes, pero ya dejé bien claro antes que no teníamos esas comodidades.

—Papá quiere que estemos listos cuando él llegue —dijo mi hermano mayor.

Tomó su toalla, su jabón, su ropa interior y emprendió el camino loma abajo hacia la quebrada para bañarse. Mi hermanito y yo lo seguimos de mala gana, pero nos distrajimos correteando a una lagartija de un color verde que nunca habíamos visto y cuando llegamos a la quebrada, ya mi hermano había terminado.

—Están tarde y papá quiere destronconar la parte de arriba —dijo— Yo me voy. A mí no me van a regañar.

—¿Y el duende? —dijo mi hermanito muy asustado.

—¿Qué duende? —dije yo aún más asustado.

—Aquí no hay duendes. Y se fue dejándonos solos.

—¿Qué duende? —Le pregunté de nuevo— ¿Viste un duende?

—No. Pero de seguro por aquí hay.

Le dije que los duendes no salían de día, o eso pensaba yo. El agua estaba helada, pero igual me quité la ropa y me lancé. Mi hermano hizo lo mismo.

—Hola.

Nos miramos y miramos alrededor y no vimos nada. Yo me asusté. Sabía que era el duende y traté de salir del agua pronto. Me puse la ropa sin estar seco, le dije a mi hermanito que hiciera lo mismo

—Ven ya, nos vamos —le dije.

—Hola —se oyó de nuevo.

—¿Hola? —respondió mi hermanito.

—¡No le contestes, que se aparece!

—¿Quién?

Por puro instinto agarré a mi hermano de la mano y empecé a correr loma arriba hacia el rancho, sin mirar atrás. Sentí que mi hermanito lloraba pero su voz se iba alejando, escuchándose apenas cuanto más corría yo; cuando miré atrás me invadió el pánico, estaba aferrando la mano de algo que parecía un niño rubio con barba, pelo corto y ojos azules que me sonreía.

—Hola. —Repitió— ¿Me llevas a buscar mi tesoro?

Recuerdo que lo solté y grité muy fuerte. Pero entonces me agarró con fuerza y me arrastraba de vuelta al río. Grité más fuerte, pero él también gritaba, como llamando a sus semejantes.

—Aquí! ¡Vengan! ¡Lo atrapé!

Salieron de todos lados, eran muchos. Aquel niño rubio se transformó en un diablo, sus ojos parecían carbones encendidos, su piel se llenó de repente de un vello naranja y olía a quemado. Sus manos ahora eran garras afiladas que hicieron trizas mi camisa. Los arañazos quemaban la piel de mi espalda. Se movía muy rápido, no podía zafarme. Alcancé a ver cómo otros trataban de hundir a mi hermano en el río y yo no podía hacer nada. A punto de perder la conciencia, escuché un silbido muy familiar que los hizo detenerse. Era papá.

—¡En el nombre de Dios, fuera de aquí! —gritó desde lo alto de la colina. Lo repitió dos veces más y los duendes se fueron tal y como habían llegado.

De inmediato nos llevaron al curandero del pueblo para que nos santiguara y nos hiciera unos resguardos. Nos curó las heridas, pero cuando le describí al duende quedó muy preocupado.

—Ese vuelve —decía— No se va a quedar con esa.

Tiró agua bendita alrededor del rancho. Luego me pidió las monedas y me contó la historia de los duendes que ponen trampas en los destronques para atraer a algún incauto y llevárselo.

—Hay que destronconar a ese duende.

Diciendo esto, introdujo una boñiga seca en la bolsita con las monedas, y le prendió fuego. La bolsa y su interior ardieron con rapidez, como si hubieran sido de papel. Tomó las cenizas con la mano derecha y las lanzó hacia atrás por encima del hombro izquierdo.

—Que nadie recoja esto, él lo hará.

Les puedo jurar que ese fue el verano que más recé en toda mi vida. Aprendí el rosario completo y todas las letanías, la Salve y hasta la Magníficat.

Y todas las noches podía ver sus ojos como carbones encendidos acechando entre las sombras…

Biografía del autor

MANUEL PAZ. Ingeniero, escritor, actor, productor. Debuta como actor en el año 2001. En el 2002 escribe su primera obra de teatro infantil "La Princesa y la estrella", renombrada luego como "El Regalo Prometido". Ganador en el 2017 del Premio Ricardo Miró en la Sección Teatro con su obra 'Autopsia Psicológica'. Recientemente fue invitado a participar en el primer volumen de Cuadernos de Dramaturgia Centroamericana, representando a Panamá con su obra "1989 Noches Oscuras" y recientemente acaba de ganar la oportunidad de montar su obra "Grande" en Bogotá, Colombia en el 2021.

"Destronconando al duende" es uno de los textos seleccionados en el Taller de escritura para género negro que organiza el Festival Panamá Negro a lo largo del año.

El autor, Manuel Paz.
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