Armeros virreinales

Actualizado
  • 08/09/2020 00:00
Creado
  • 08/09/2020 00:00
AY! – gritó Suárez de Peralta al tiempo que se derrumbaba bajo la luna mexicana. El estoque de Martín Cortés, marqués, se había clavado con precisión en su brazo y ahora lamentaba haberse atrevido a comentar malamente el bautizo de los dos mellizos de aquel.

AY! – gritó Suárez de Peralta al tiempo que se derrumbaba bajo la luna mexicana. El estoque de Martín Cortés, marqués, se había clavado con precisión en su brazo y ahora lamentaba haberse atrevido a comentar malamente el bautizo de los dos mellizos de aquel. Hubiese sido un lance más de espadachines de aquellos que el Cabildo prohibía firmemente en 1562, de no ser porque las armas utilizadas habían sido forjadas en tierras americanas (Benítez, 1953).

Los estudiosos coinciden al señalar que los armeros en la América española no fueron suficientes para cumplir con los trabajos que se les encomendaban, por lo que las autoridades formulaban continuas solicitudes de estos especialistas a la Metrópoli. Según un estudio efectuado por Paniagua (2005), uno de los lugares que más problemas planteó por falta de ejercitantes de diferentes oficios fue Tierra Firme, donde el gobernador Francisco de Barrionuevo, en 1535, ofreció asentarlos en dicho territorio otorgándoles el coste del pasaje, la exención de almojarifazgo y la comida durante dos años (AGI, Panamá 234, L.5). Más tarde, en 1574, en la misma región, se dio permiso al procurador Diego García para que llevase ocho espaderos y cerrajeros (AGI, Indiferente General 1968, L.20). La falta de artesanos especializados en armas y en la construcción de talleres de fundición favoreció la entrada de portugueses y de italianos. Los portugueses, en ese sentido, fueron los más notorios, especialmente cuando se produjo la unión de las dos coronas (1580-1640), que abrió para ellos aún más las posibilidades de asentamiento en Hispanoamérica. Los artífices lusitanos usualmente combinaron su trabajo con actividades de tipo comercial, tales como tiendas de mercaderías o compañías comerciales. Consecuencia de la endémica falta de artífices fue que en muchos lugares se permitiera una duplicidad de oficios, casi siempre relacionados; así, cuando Carlos IV, en 1798, abrió esa posibilidad, la mayoría de los armeros escogió el oficio de herrador para, luego, vincularse a las construcciones navales; otros, en cambio, obtuvieron colocación como fundidores de campanas (Morín, 1979 y Paniagua, 1990). Los españoles en Nueva España (hoy México) tendían a mantener su monopolio sobre este oficio, aunque es muy probable que los indígenas lo aprendieran con cierta facilidad y lo ejercieran en las grandes haciendas ganaderas alejadas de las ciudades, aunque no tuviesen el reconocimiento oficial de herradores.

Sin embargo, la carencia de armeros no era el único problema. Paniagua sostiene que el hierro era insuficiente debido al monopolio vizcaíno que, desde la península, se ejerció hasta la primera mitad del siglo XVIII. Los tipos más comunes de hierro que pasaban a las Indias eran el cellar y las cabillas, aunque también eran importantes el de clavazón y el de pletina; de ellos el cellar era especialmente importante para la construcción naval (AGI, Panamá 234, L. 3). En este contexto, un papel ambiguo cupo también a las compañías comerciales al manejar un recurso escaso y caro como el hierro, ya que de un lado coordinaban los diversos circuitos económicos del mundo hispanoamericano, pero de otro, frenaban la difusión de la moneda circulante para su beneficio afectando la economía de mercado. Aun así, esas compañías eran señal de una burguesía incipiente con socios capitalistas que impulsaban determinados oficios, como el del armero-herrero, pues a mayor producción de bienes mayores utilidades. Esta situación particular hizo que los armeros vivieran en permanente itinerancia en el conjunto de las posesiones españolas en América. No sería sino hasta la segunda mitad del siglo XVIII, con los intentos de reactivación económica borbónica de Carlos III, que los armeros optarían por el sedentarismo. Las especiales circunstancias de la centuria –con sus numerosos conflictos europeos– obligó a la Metrópoli a desarrollar la producción de material de guerra como la de pólvora en Latacunga (hoy en Ecuador), repotenciar las fábricas de salitre y pólvora en Nueva Granada con la conducción de Carlos de Espada (AGI, Contratación 5525, N.1), así como las tres fábricas de pólvora en Lima virreinal (Patiño, 1992).

El proceso de independencia generó la aparición de armeros notables como el argentino fray Luis Beltrán –llamado por Mitre un “Vulcano con sotana”– quien, en Chile, tuvo listos en solo 16 días 22 cañones, cientos de fusiles y miles de municiones que se utilizaron en la decisiva batalla de Maipú. Fray Luis también participó en la provisión y mantenimiento del Parque de Artillería de la Campaña del Perú y fue designado por José de San Martín como director de la Maestranza del Ejército Libertador. Tras el retiro de San Martín, Beltrán siguió trabajando con las armas a las órdenes de Simón Bolívar cuando este llegó al Perú en 1823 (De Alto, 2018). También la independencia atrajo a algunos especialistas europeos, como los alemanes William Blak, Edwin Adges y Philipp von Braun, que participaron en los ejércitos libertadores de Bolívar. (Rodríguez, 2000).

Las experiencias vividas y compartidas por el grupo de artífices armeros en los diferentes ámbitos de la sociedad virreinal expresan con nitidez que este se encontraba al servicio de un sector dominante con capacidad de adquirir su producción y que la corona española utilizó el espacio social así generado para el sometimiento efectivo de otros grupos sociales, solo hasta que el arribo de la Ilustración llenó de profundas esperanzas a los armeros-herreros que fueron uno de los importantes componentes logísticos en la definición política de las luchas libertarias latinoamericanas.

Embajador del Perú en Panamá
Lo Nuevo
Suscribirte a las notificaciones