El arte del autostop

En nuestras mentes latinoamericanas, Europa siempre ha tenido un aire romántico. En un mundo que durante cinco siglos ha sido moldeado a...

En nuestras mentes latinoamericanas, Europa siempre ha tenido un aire romántico. En un mundo que durante cinco siglos ha sido moldeado a imagen y semejanza de los europeos, las maravillas de París, Londres o Berlín son mucho mas visibles— y apetecibles —que las miserias del colonialismo, los totalitarismos o las guerras mundiales. En nuestras mentes latinoamericanas, Europa es la Europa de la posguerra. La Europa rica, liberal, hospitalaria y pacífica de los últimos 65 años. La Europa, al fin y al cabo, del mochileo, los dulces veranos, y los grandes viajes.

No hay ningún lugar en el mundo donde tantas naciones— con el bagaje histórico, linguístico y cultural que ello implica —compartan un pedazo de tierra tan pequeño. Viajar es, entonces, uno de los grandes placeres europeos. Y no hay manera más emocionante de viajar por Europa que haciendo autoestop.

DE ÁMSTERDAM A FRANKFURT

Todo esto pasaba por mi mente mientras esperábamos nuestro primer aventón en una gasolinera a las afueras de Ámsterdam. La aparente contradicción de viajar a dedo en una zona del mundo cuya gente es estereotípicamente descrita como fría me devolvía a la realidad: en este mundo no hay blancos ni negros, sino infinitas escalas de color. A decir verdad, la empresa no era nada fácil. Nuestro destino final, la ciudad de Frankfurt, en Alemania, estaba a 450 kilómetros al sureste.

La noche anterior habíamos diseñado la ruta: de Ámsterdam a Utrecht, de ahí a Arnhem, Colonia, y finalmente a Frankfurt. Con suerte, mucha suerte, llegaríamos a Frankfurt antes de las nueve de la noche. Los problemas eran varios. En el arte del ‘autoestop’, menos suele ser más. Y esto se aplica tanto a personas como a equipaje. En este sentido, la situación ideal es viajar sólo y con una mochila pequeña. Nosotros éramos tres (dos mujeres y un hombre), cargados de equipaje — unas cinco mochilas en total — y con poca disposición a separarnos. Esta última condición venía dada por nuestra escasa experiencia como ‘autoestopistas’. Yo sólo lo había hecho una vez. El año pasado, de Sarajevo a Mostar, en Bosnia-Herzegovina. Pero nada más. Separarnos, al menos hasta ese momento, no era una opción.

Poco tiempo tardamos en conseguir el primer aventón, que nos dejó en una gasolinera a las afueras de Utrecht. En la Europa de las super-autopistas, el autoestop se hace de gasolinera en gasolinera. Buscar un aventón en plena autopista no es sólo ilegal sino que además es imposible, ya que ni se puede ni se debe parar. La gasolinera en la que nos encontrábamos era excelente: además de las típicas instalaciones donde los conductores paraban a llenar el tanque o estirar las piernas, tenía también un amplio aparcamiento detrás en donde varios camioneros descansaban o dormitaban antes de proseguir sus viajes. Irónicamente, en la mejor gasolinera fue donde cometimos el peor error.

VARADOS EN VENLO

Además de ser un arte de gasolineras, el autoestopmoderno es también el arte de la paciencia y la disciplina. Ninguna de las dos, sin embargo, estuvo presente cuando un hombre con aspecto de roquero nos ofreció un aventón. Mezcla de holandés, arawak e indonesio, nuestro nuevo chófer se dirigía a visitar a sus padres en Venlo, un pueblo en la frontera con Alemania y 100 kilómetros al sur de donde deberíamos ir, la ciudad de Arnhem. Ansiosos por recortar distancias, olvidamos nuestro plan y, una hora después, nuestro calvario empezaba en una gasolinera a dos kilómetros de Alemania. Lo de ‘tan cerca pero tan lejos’ jamás tuvo más sentido.

Aún así, tardamos en darnos cuenta del error que habíamos cometido. La sospecha empezó cuando, al pedir un aventón a Colonia, todos los conductores aseguraban dirigirse al norte de Alemania: Dortmund, Bremen, Hannover, Hamburgo e incluso Polonia. Cuando la excusa se repitió suficientes veces para descartar la casualidad, habían pasado dos horas y media. En eso, un camionero alemán que se dirigía a Colonia se ofreció a llevar a uno de nosotros —llevar más de uno es ilegal — hasta esa ciudad. Dada la gravedad de la situación, aceptamos separarnos.

Pasamos tres horas mas allí. La certeza de que estábamos en el camino equivocado crecía de manera proporcional al hastío y al deseo de salir de aquella gasolinera. Mi compañera de viaje, más experimentada, hostigaba a los conductores cuando bajaban de sus carros. Curiosamente, esta técnica funciona mil veces mejor que simplemente esperar con el dedo al aire o un letrero. Los seres humanos tenemos maneras de autoconvencernos de hacer o dejar de hacer algo. Ignorar a un autoestopista es fácil cuando conduces con las ventanas arriba y la radio encendida, o cuando evitas el contacto visual. Como quien ignora a un mendigo por la calle, la clave es no ver, y salir de allí lo mas rápido posible. Todo cambia, sin embargo, con la confrontación. Pocos son los que se atreven a ignorarte o decirte simplemente que no. Abundan las excusas y las risas nerviosas, pero se consigue llevarlos a ese punto que tanto detestamos, el de la toma de decisiones inmediatas. Ahí, las probabilidades de conseguir un aventón se multiplican exponencialmente.

TURCOS AL RESCATE

Un camionero polaco, después de regalarnos una cerveza, nos dijo: ‘pregúntenle a los turcos’. Cuando un hombre en un Mini Cooper decidió ayudarnos a volver al camino correcto y dejarnos cerca de Duisburgo, no nos sorprendió que nos revelara que era uno de los tantos turcos que viven en Alemania. ‘Gracias por salvarnos la vida’, le dijimos, medio en broma y medio en serio. El hombre, además, iba atrasado a buscar a su hija, que a para más inri era la dueña del carro. Al bajar del Mini Cooper, el mundo nos sonreía de nuevo. Una de las cosas que te enseña el ‘autoestop’ es que tu suerte puede cambiar en un segundo. Paciencia y disciplina.

No habían pasado cinco minutos cuando encontramos el siguiente aventón. La felicidad era tremenda. Aron, un físico alemán que venía de trabajar en la ciudad holandesa de Nijmegen, bajó del carro y ayudó a poner nuestras pesadas mochilas en su maletero. Después de enseñarnos brevemente el centro de Colonia, nos dejó en una gasolinera que, en su opinión, era el mejor lugar para conseguir un aventón hasta Frankfurt.

Aún me pregunto si tenía razon. A 200 metros, es verdad, un letrero decía ‘Frankfurt am Main’ y ‘Bonn’, pero nunca conseguimos ese aventón final. Las cinco horas y media en aquella gasolinera en Holanda resultaron ser un precio muy alto. En ‘autoestop’, además de que menos es más, tu ruta es sagrada.

EL ARTE ALEMÁN DE COMPARTIR CARROS

Como siempre en la vida, el que confunde medios y fines termina perdido. El ‘autoestop’ es sólo un medio, y considerarlo un fin puede ser peligroso. Encima, estábamos en Alemania, donde el ‘autoestop’ ya es casi cosa del pasado. Camino a la estación central de Colonia, recordé el fantástico servicio Mitfahrgelegenheit (MFG), la mejor manera de compartir autos del mundo. Accediendo al website www.mitfhrzentrale.de, encuentras una lista interminable de personas buscando y ofreciendo aventones desde y hacia todos los lugares de Europa.

Después de ver los escandalizantes precios de los trenes entre Colonia y Frankfurt (el más barato, 45 euros), decidimos buscar un internet café. Eran las nueve y media de la noche. A las 10:15, Mohamed, un libanés que estudia en Darmstadt, pasaba a recogernos en su Mercedes-Benz azul, con timón a la derecha. El precio, 15 euros. Llegamos a Frankfurt sobre la media noche. Hacía ya 15 horas que habíamos salido de Ámsterdam. Mientras nos despedíamos de Mohamed, reflexionaba sobre ese lado de nuestra humanidad que nos hace confiar en desconocidos; dar y aceptar aventones. Tanto el ‘autoestop’ como el MFG se basan en un sentimiento de justicia y de confianza en el prójimo que todos llevamos dentro, pero que a veces nos cuesta sacar. Son maneras de encontrar a aquellos que, como nosotros, quieren confiar en el de al lado.

Herramientas como MFG, o Couchsurfing (un servicio para encontrar hospedaje gratis en cualquier lugar del mundo) son verdaderos tesoros. Sus creadores, bromeaba con mi compañera mientras entrábamos en la estación central de Frankfurt, deberían recibir el premio Nobel de la paz. En muchísimos aspectos, han hecho más que muchos ganadores que es mejor no nombrar.

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