Esta ratificación reforma los artículos 75, 80, 133, 152 y 154 de la Carta Magna salvadoreña, que también anula la segunda vuelta electoral y alarga el...
- 18/08/2013 02:00
‘¡Jo, compa!, ¿usted fue al entierro de Benigno? ¡Sí salió grande esa vaina, dígale ahí, compadre!’. Lo que acaban ustedes de leer, estimados lectores, puede ser escuchado en cualquier cantina, sendero, fiesta patronal, fonda, mercado o prado de mi campiña. Que un entierro salga grande da prestigio. Al muerto se le quiso mucho en vida, el finado era ‘mucho tigre’ o una señora ‘muy de su casa y de la iglesia, buena esposa y abnegada madre’; o murió joven y tenía fama de fiestero y buena gente (en realidad caía mal por perequero y mujeriego, pero ya se sabe cuánto mejora la imagen cuando uno pela el bollo), o fue reina —mínimo princesa— de la tuna de Calle Abajo o Calle Arriba y era muy guapa y salió en televisión sonriendo y modelando y diciendo cosas más bien sin sentido, pero salió en la tele y eso no se lo quita nadie.
Cuando alguien (casi cualquiera) muere, salen camaradas, admiradores y parientes por doquier, surgen lo mismo que sapos de las piedras húmedas cuando empieza la época de lluvias. Durante la ceremonia, se acercan, solemnes y afligidos, a ofrecer sus condolencias a la familia del difunto, la cual, sumida en el dolor, no tiene ni tiempo de hacerse la elemental y comprensible pregunta de ‘¿quién carajo es este que viene a darnos el pésame?’.
Los rituales que se realizan con motivo de la muerte merecen un estudio pormenorizado al estilo de antropólogos como Frazer; pero aquí, afortunadamente, hay poco espacio para embarcarse en semejante aventura necrológica. He perdido a seres cercanos (recientemente al más cercano posible) y este tema, lo confieso, debo manejarlo con delicadeza y cuidado, ya que me puede hacer agachar la cabeza en cualquier momento.
La pasa terrible todo aquel que tenga que devolver a los suyos a la tierra, cierto. Yo, particularmente, como observador de la cultura y amante de retener detalles para luego llevarlos al papel, al mismo tiempo amé y detesté a los señores de sombrero pintado y cutarras dándome en la espalda palmaditas de solidaridad, las señoras plañideras vestidas de luto diciendo entre sollozos ‘ay, mijo, esto es muy grande’, etc.; el sacerdote hablando de esperanza y reencuentros celestiales, las flores, la carroza, el coro de la iglesia, el café con pan y queso blanco.
Tan mucho para los vivos y tan poco para el muerto. Sin embargo, el psicólogo y filósofo frustrado que llevo dentro repetían con condescendencia: ‘El ser humano es una construcción mental y los rituales forman parte de esa construcción, así que paciencia’. En una ocasión, de regreso de un entierro populoso, en la cantina ‘El Maracuyo’, le dije a un amigo: ‘La gente va a los entierros a sentirse más viva’. Él me miró, hizo un gesto con la mano y dijo: ‘Deja de estar hablando ahuevazones y tómate una cerveza’. Pensé: ‘Ojalá a mi entierro vayan cuatro gatos y que entre ellos se encuentre este cabrón’.
Al final le hice caso y me bebí la cerveza de un envión y se me aguaron los ojos por el líquido espumoso y frío, o tal vez por la sombra de la muerte implacable. Daba lo mismo, lo importante era realizar el ritual de empinar el codo y beber en memoria de alguien desaparecido, o en memoria de nosotros mismos.
MÚSICO Y POETA