Esta ratificación reforma los artículos 75, 80, 133, 152 y 154 de la Carta Magna salvadoreña, que también anula la segunda vuelta electoral y alarga el...

- 02/08/2025 00:00
Al descender el camino de la periferia, el cielo, cargado de humedad, anuncia un día en el que caminar por el aroma de las callejuelas se vuelve rancio. Solo al ver tantos huecos en el pavimento se transforma el paisaje de los ejidos en una mezcla de mundos olvidados, por la miseria de unas cuantas bolsas de comida.
En eso, veo pasar una camioneta de color magenta, con su música de boleros paráclitos, tambaleando por la hendidura de una fosa en medio del hormigón. El cielo se vuelve claro al mediodía y, en medio de una estación de combustible, veo una jirafa naranja, con su color sucio por recorrer la ciudad. Este carro colectivo contaba la bitácora de caminos con aguas frescas de la alcantarilla y trapos arrojados con desprecio por los suburbios.
El viaje del bus se detenía al pasar el Cerro Cabra y observar lo multicultural de una región con mosaicos ligados a la madre tierra. Estos hermanos ocupan espacios a la ladera del espacio majestuoso de esta reserva natural. Al pasar por Burunga, la vista a los templos creados por la acción humana se desdibuja por los olores de las canaletas, que discurren aguas de las barriadas.
Claro que, al pasar la muralla en Vista Alegre, se observa un escenario oscuro y húmedo, con tonos fuertes a camarón y buen pescado del puerto de Vacamonte. Ese sabor a playa y buena comida evoca lo cerca de un rico plato de comida oriental, en las cercanías del río Cristal.
Son caminos con desvíos y tratos a la suspensión del bus, muy jodido. Un acierto al mejor malabarista, que solo pide unos cuantos dólares para llegar a la estación de combustible y ver que todo esté bien con los neumáticos, la batería, el aceite y el tanque de gasolina. Esos caminos son sinuosos, como los dibujados por una serpiente, con árboles frondosos que recuerdan aquella periferia de antaño, con sus árboles frutales tropicales en el camino y el balneario, con esa agua cristalina del río Caimito.
Ese que contaba las historias de varios chicos, en sus posturas de grandes clavadistas, en medio del pastorear del ganado en la Hacienda Montaña. Son horas que pasan en la periferia, conversando con un buen tinto, de las aventuras de los caminantes nocturnos de la ciudad.
Justo en casa espera, en el desván de mi habitación, cajas con libros de segunda, pero que guardan secretos de mi vida de juventud. Finalmente, al llegar a La Chorrera, el bus de color naranja me lleva a preguntar si acaso, dentro de unos años, los buses de lata con buena música serán el pasado de historias de romance o cuentos de las travesuras hechas a cualquier profesor inocente, pero con alto sentido de compromiso.