Cristiana sepultura

Actualizado
  • 06/10/2018 02:00
Creado
  • 06/10/2018 02:00
Todavía era de noche cuando Juan despertó. Felisa y los niños dormían.

Todavía era de noche cuando Juan despertó. Felisa y los niños dormían. A falta de mejor abrigo, Juan iba metiendo debajo del jersey las hojas de un periódico que había encontrado el día anterior, tratando de aislar de su pecho el intenso frío de enero.

El rescoldo de la lumbre que había calentado toda la noche la choza fue suficiente para que viera en una de las hojas del periódico la foto de Eva Duarte de Perón entregando a las autoridades franquistas un cargamento de cajas de harina y de carne para aliviar el hambre de los españoles, víctimas del bloqueo de las potencias vencedoras de la guerra extranjera por si fuera poco la ruina de la guerra propia. Aquella foto le trajo a Juan el recuerdo de su tío Ambrosio, que emigró a la Argentina cuando él tenía cinco años y después se llevó a su esposa y a su hijo.

Amanecía y ya estaba Juan sentado en un banco de la plaza del pueblo, donde se le unieron tres vecinos más, todos mirando a la carretera y aguzando el oído por si distinguían entre los cantos de los gallos y los ladridos de los perros el trote del caballo de algún manijero que viniera a buscar peones.

Juan aliviaba la espera contándoles a sus paisanos lo que decían las cartas que mandaba el tío Ambrosio cuando él era un muchacho y las leía en voz alta por ser el único de la familia que sabía leer. El tío Ambrosio vivía en un sitio que se llamaba La Pampa y decía que allí se podía viajar días enteros sin dejar de ver trigales y más trigales a ambos lados de los caminos o pastizales inmensos con millones de vacas hasta donde se perdía la vista. Las palabras de Juan inflamaban la imaginación de los pobres aldeanos acostumbrados a arañar unos pegujales miserables para poder sobrevivir y sus ojos chispeaban de emoción como único signo vital en aquellos rostros demacrados por el hambre.

Juan terminó su discurso sacando del pecho la foto que había visto en el periódico y diciendo: «Pa que veáis lo rico que es ese país: la mujer del que manda allí vino a España y trajo de regalo un barco cargao con la harina y la carne que a ellos les sobra pa que aquí no nos muramos de hambre. Claro que eso se quedará en el camino y a este pueblo no llegará ni pa hacé unas gachas».

Pasaban las horas, ningún manijero se acercó a contratar a nadie y los cuatro aldeanos se dispersaron. El invierno es poco propicio para las labores agrícolas. Juan se metió bajo el brazo un saco que siempre llevaba por lo que pudiera encontrar y salió de la aldea con la esperanza de que le dieran algo masticable en los cortijos.

Ya era de noche cuando regresó a la choza. Se quitó la boina que había llevado todo el día encasquetada hasta los ojos en un vano intento por ocultar la vergüenza que le causaba pedir limosnas. Hoy no le había ido tan mal. Colocó sobre la mesa de pino el saco y empezó a sacar unos mendrugos de pan y tres pedazos de queso que le habían dado, así como unas tagarninas y unas verdolagas que había encontrado por esos montes. Cuando sus ojos se habituaron a la penumbra vio una caja que había sobre la mesa. Los muchachos habían ido a buscar leña y Felisa venía desde la fuente con un cántaro de agua en la cabeza. Felisa le dijo que aquella caja la había traído el cartero. Juan vio que el remitente era su primo Salustiano, el hijo del tío Ambrosio. Dentro de la caja de cartón había otra de madera pintada de un bello color morado. Juan levantó la tapa y le dijo a su mujer: «Mira, Felisa: ¡Mi primo, como sabe lo mal que lo estamos pasando, nos manda harina!».

Felisa puso sobre el fuego la olla y, cuando el agua estaba hirviendo, fue echando dentro el contenido de la caja y un poco de sal mientras revolvía con una cuchara. Luego añadió los pedazos de queso que había traído Juan, para darle algo más de sustancia. Aquella noche pudieron dormir todos con el estómago lleno.

Pasaron dos días y el cartero volvió a visitar la choza de Juan. Esta vez traía una carta. Juan, tras comprobar que la mandaba Salustiano, empezó a leer: «Querido primo: Se me olvidó meter la carta dentro de la caja que te envié, así es que te la mando aparte. Tengo que darte la triste noticia de la muerte de mi padre. Su deseo fue siempre que lo enterraran en la aldea donde nació; por eso te mandé sus cenizas para que ahí le deis cristiana sepultura».

AUTOR

FRANCISCO MORENO MEJÍAS

Autor

Nació en España el 3 de julio de 1939. Fue esposo de la pintora panameña Sandra Cotes de Moreno y reside en Panamá desde 1968.

Ha publicado dos novelas: La piedra de Rosita y Fuego y ceniza , un libro de cuentos titulado Un puñado de ocurrencias y un libro sobre el uso del idioma titulado La herramienta más usada .

Ha escrito artículos en periódicos y revistas. Pertenece al círculo de lectura Extramuros, de la Universidad de Panamá.

Tiene inéditos poemas, cuentos, reseñas de obras leídas y ensayos.

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