El barrio de Chualluma en Bolivia, es único en la ciudad de La Paz ya que todas sus paredes están pintadas de colores que resaltan los rostros de las cholas,...
- 26/06/2017 02:00
- 26/06/2017 02:00
Si un día decidiéramos entrevistar a distintos usuarios del metro de Panamá y les pidiéramos que definieran el concepto de juventud en una sola frase, probablemente veríamos que dar una respuesta no sería tan fácil. No sólo porque les pediríamos una respuesta tan breve, sino además por lo concurrido de un lugar de tránsito tan frío e impersonal, donde comunicarse con el otro se convierte en un acto que literalmente transgrede la individualidad característica de nuestro tiempo. He imaginado la situación en el metro porque para muchos panameños es por sí solo un símbolo de desarrollo y de progreso (algo debatible), y porque es un espacio donde podemos encontrar pequeñas analogías de la globalización: ensimismamiento, sensación de inseguridad, movimientos masivos de personas, búsqueda de la inmediatez, soledad y necesidad de vigilancia, entre otras.
La globalización impone sus propias dinámicas sociales y culturales que moldean las identidades de los pueblos y en el caso de países con identidades débiles, los homogeniza hasta transformar su esencia. En Panamá, la cultura de la globalización vino de la mano con los cambios que sufrió la estructura económica del país en los años 90. En aquellos tiempos nos decían que nadie en el planeta podía escapar a esas transformaciones, que aunque fuesen traumáticas, harían de la nación un lugar mejor. 23 años después, somos el décimo país más desigual del mundo globalizado, y quienes más sufren a causa de ello son los jóvenes panameños.
Recordemos que el concepto de juventud es una creación humana, y como tal, evoluciona según condiciones históricas y materiales. A pesar de la mala prensa que siempre han tenido los jóvenes, la realidad es que en cualquier época son un producto del contexto social en que les toca vivir, sin importar si llevan el pelo pintado de colores o si se tatúan; si escuchan música punk o a El Tachi, si tienen unos u otros pasatiempos, o si son revolucionarios o apolíticos. Indistintamente, las identidades juveniles se construyen históricamente y se encuentran en permanente tensión con la maduración fisiológica, las ideas dominantes sobre el mundo, y con los sueños –cada vez más lejanos– de emancipación y libertad que tanto se les venden.
La cultura de la globalización modifica los comportamientos de los jóvenes mediante las nuevas tecnologías de la comunicación y la información, pero también les plantea serias dificultades que raras veces se analizan como parte del mismo fenómeno. En Panamá, 1 de cada 4 personas tiene entre 15 y 29 años. La gran mayoría de ellas vive en la región metropolitana (Panamá, Panamá Oeste y Colón), y quedan pocos en las zonas rurales y territorios indígenas. Muchos se encuentran en condiciones económicas difíciles, desempleados o con trabajos informales que pagan poco y exigen más. Sólo unos cuantos tienen la libertad económica para independizarse y contar, por ejemplo, con una casa propia. Cada vez menos terminan el ciclo escolar y llegan a la universidad, pero centenares de ellos inundan los centros comerciales, atraídos por las estrategias de mercadotecnia que las 24 horas del día nos dicen que ser es tener. Siempre se los menciona en los discursos de los políticos y son incluidos en los presupuestos de las campañas electorales, pero casi ninguno tiene las posibilidades reales de representar desde una curul a ese 25% de la población al que pertenecen. Los jóvenes deberían exigir un trabajo digno y educación de calidad, programas de atención en los barrios para aquellos en condiciones de precariedad y desigualdad. Deberían poder defenderse de la castrante y estigmatizadora moral adulta que sataniza todo lo que es diferente, e impulsar políticas de desarrollo para el campo y las zonas indígenas, que favorezcan a los miles de jóvenes de estos territorios que se ven obligados a migrar a la ciudad para mejorar sus condiciones de vida y las de sus familias.
Quienes respondieran a la pregunta en el metro, tal vez dirían que joven es sinónimo de futuro; otros hablarían de menores embarazadas o pandilleros; algunos mencionarían palabras de moda como emprendimiento o millennials; pero unos pocos –muy pocos tal vez– mencionarían a los mártires del 9 de enero o la lucha por la soberanía. La globalización homogeniza las identidades y opaca sus historias, pero no olvidemos que un país sin historia es un país sin futuro.
COLUMNISTA