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- 06/12/2020 00:00
Desvestirse para la patria
Todos los años en noviembre se inunda nuestro país de polleras. Rebosamos tembleques, trenzas falsas, tapacuellos y motas. Se desparraman por nuestras pantallas, ya que la pandemia ha obligado a que no se derramen por las calles y las avenidas, zurcidos, bordados y calados. Mundillos y melindres.
De todos los colores. Rojo sobre blanco, azul sobre blanco, negro sobre blanco. Verdes y moradas. Blancas impolutas de gala. Conjuntos de tembleques que abultan como cabezas de niño. Tan apretujados que no pueden temblar. El horror del plisado rompiendo la maestría de un bordado hecho para verse sin dobleces. Miles de tabletas bien prensadas y planchadas como uniforme de escuela de señorita de colegio bien. Pollerón plisado. Basquiña y enjaretado en zigzag. Y muchos kilos de maquillaje.
Vemos frases inspiradoras flotando sobre la imagen del talco en sombra. ¡Qué bella eres, Panamá! ¡Vistámonos de Patria! La emoción de haberse vestido de pollera, de ponerse una pollera prestada o alquilada para un día, para tomarse unas fotos. Para sentirse panameñas.
Una identidad medida en varas y brazas. En yardas de tela. Una identidad que excluye a la nagua y la paruma y a la desnudez cubierta de jagua y achiote; que echa afuera la tela de corteza y los pechos al aire sin pudor ni vergüenza cristiana. Una identidad que excluye a la que no tiene la posibilidad de ponerse una pollera, a la que no sabe que, si no se ha puesto una pollera, no es panameña. Que exila a la que usa una pollera con tela de diseños pintados y no bordados porque es la única que se puede permitir y ella, ella también quiere ser panameña. Pero no, esa no es panameña. No es panameña aquella a la que se le ocurre hacerse una pollera de ganchillo, porque eso no es ser panameño. Eso no entra dentro de los cánones de la panameñidad.
Y esas excluidas, esos excluidos, esos que viven en los márgenes sociales de la pollera y el montuno, de la camisilla de gala y las mancuernas de oro, del sombrero pinta'o que no puede ser de plástico, que debe ser original y artesano. Esos que no ven cómo podrían ellos pagar, ya no doscientos dólares por un sombrero, sino simplemente veinte, se sienten relegados. Aunque esos veinte dólares deban usarlos en pagar la data del celular para que su hijo pueda seguir las clases virtuales, esos que, pagando dos dólares por un sombrero pintado, aunque sea de plástico, creían estar honrando a la patria, esos, están repudiados.
Por pobres. Por ignorantes. Por no saber que el folclore es una cosa muy seria y no es algo que use el pueblo. ¡Qué va a saber el populacho de identidad! Ellos solo viven el Panamá que duele. En el que se romantiza la pobreza, en el que nos enorgullecemos de la foto de unos pequeños desfilando descalzos en un camino de barro, pero en cuanto llega el Black Friday nos olvidamos de ellos porque para qué vamos a seguir pensando en algo que siempre ha sido así.
La precariedad es emocionante, ¡mira cómo estos niños sienten su patria!, pero solo durante el mes de la patria, el resto de los meses a nadie se le ocurre usar la zaraza para ir al supermercado, o exigir que a esos niños embarrados les hagan una carretera en condiciones.
El Panamá de las polleras hermosas y de la profusión de cadenas ya terminó. Ya pueden ustedes guardar sus peinetones e ir sacando los adornos de esa festividad tan autóctonamente panameña como lo es la natividad de un señor que nació y murió en un rincón perdido del Imperio Romano.