Hiroshima, entre el futuro y el pasado

Actualizado
  • 10/06/2018 02:00
Creado
  • 10/06/2018 02:00
Hiroshima sobrevive entre el futuro y su triste pasado. Conejillos de indias durante la Segunda Guerra Mundial, la bomba atómica mostró al mundo la capacidad monstruosa del animal humano

De Tokyo a Hiroshima es una hora y media en avión, un trayecto bastante concurrido, tanto así que All Nippon Airways usa un Dreamliner 787, con capacidad para más de trescientas personas. El aeropuerto de Hiroshima se encuentra en una montaña y el hotel a cincuenta y dos kilómetros de distancia. El trayecto en bus permitió solazarnos observando las calles, parques, casas y comercios. Es realmente una ciudad grande y bella, que daba la sensación de ser más manejable que Tokyo.

La primera cena fue en Hana no mai, un Izakaya, establecimientos que en el pasado vendían sake pero se fueron transformando en cafeterías o restaurantes. Se les reconoce por las lámparas rojas de papel en la entrada. En este además habían barricas de sake para dar la bienvenida a los clientes.

La estadía fue de un día y medio en la ciudad, pero pudimos visitar los tres sitios más icónicos, ya sea por las cosas tan hermosas que crean las manos humanas o por la injusticia, el horror y la tragedia que el poder inhumano de las mismas manos puede infligir.

EL MEMORIAL DE LA PAZ EN HIROSHIMA

Hiroshima sobrevive entre el futuro y su triste pasado. Conejillos de indias durante la Segunda Guerra Mundial, la bomba atómica mostró al mundo la capacidad monstruosa del animal humano. Su gente —al igual que la de Nagasaki— quedaron marcadas por este trágico evento.

PERFIL

UN VIAJE A LA MEMORIA DE JAPÓN

Rolando José Rodríguez De León es doctor en Comunicación Audiovisual y Publicidad, por la Universidad Complutense de Madrid, España.

Era lógico que la primera visita fuera al Museo Memorial de la Paz, un lugar muy difícil de recorrer que nos recuerda el terrible daño que somos capaces de imponernos. Escuchamos a la Sra. Hiroko Kishida narrar su historia: esta hibakusha —un sobreviviente del bombardeo atómico y que en japonés significa: ‘persona afectada por la explosión'— tenía seis años y su casa se encontraba a kilómetro y medio del lugar del siniestro. La mayor parte de su familia sobrevivió, salvo su abuelo, que ‘todavía se encuentra desaparecido' según contó.

Las personas que estaban más cerca de la explosión se convirtieron en vapor al instante, los restos de otros se perdieron con el tiempo o fueron destruidos cuando las tropas norteamericanas construyeron una pista de aterrizaje y se apropiaron del lugar.

El museo cuenta con salas interactivas, recreaciones de la explosión, objetos cotidianos afectados por la bomba y fotografías de las víctimas en las que el blanco y negro sirven para mitigar un poco el dolor a que nos condena observarlas. A pesar del estigma que representa aún en nuestros días el ser hibakusha, algunos voluntarios han decidido salir a la palestra a contar su experiencia. En 2018 se cumplen 73 años del lanzamiento de las bombas y cada vez quedan menos sobrevivientes.

Fuera del recinto estamos rodeados por el Parque de la paz, un espacio amplio con monumentos a las víctimas y en el que al final de su recorrido se puede apreciar el Genbaku Domu o Domo de la Paz, el antiguo edificio de promoción industrial que fue de los poquísimos que quedaron en pie.

Al final de la visita, uno de los guías, el Sr. Masatoshi Watanabe, me honró llevándome al Salón Nacional de la Paz, un edificio cilíndrico en cuyo sótano se encuentra el Salón del recuerdo: el impacto lo produce la representación de Hiroshima recién pasada la explosión; una gran fotografía de 360 grados, hecha con 140,000 mosaicos, —que es el número estimado de fallecidos a finales de 1945—. Hiroshima recuerda intensamente su pasado y no quiere que nadie lo olvide. Su lucha histórica es por que nunca más se repita y nadie vuelva a sufrir lo que ellos.

MIYAJIMA Y EL TEMPLO ITSUKUSHIMA

Del memorial salimos con dirección al puerto de Hiroshima y tomamos el ferri hacia el Santuario Sintoísta de Itsukushima en la isla de Miyajima, a solo diez minutos por mar, que permiten apreciar la vista de la ciudad.

Itsukushima y su torii —entrada a los santuarios sintoístas que divide lo mundano de lo sagrado—, son famosos por ser los únicos construidos sobre agua, o esa es la sensación que se tiene cuando la marea está alta. Como cuando arribé estaba baja, pude llegar hasta la base del torii. La isla también es famosa por los venados que la habitan. Antiguamente, eran considerados mensajeros de los dioses y están protegidos por ley. Deambulan pidiendo o quitando comida de las manos de los desprevenidos turistas, sin ningún temor.

En el santuario vimos una boda con la preciosa vestimenta tradicional. Luego, en la calle Omotesando, donde hay comida, bebida y recuerdos para los turistas, probé ostiones asados. Es muy alegre y comunica el puerto con el santuario. Allí visité la sala de los 1,000 tatamis en la pagoda de cinco pisos y el templo de Daisho-in. Al igual que con los trenes, el ferri salía a la hora exacta y no estar a tiempo significaba perderlo.

En la noche fuimos a cenar a Okonomimura, un lugar en el que hay varios pequeños puestos de Okonomiyaki —pizza japonesa— que suena familiar, pero es muy diferente de la que conocemos. Como el hotel estaba cerca del centro, aproveché la noche para salir a pasear, el área tenía mucha actividad de bares y restaurantes que permanecían abiertos hasta la madrugada, algunos incluso las 24 horas.

Entré al bar Sun, con una colega de El Salvador, fuimos atendidos a cuerpo de rey y las meseras no solo nos ayudaron con las direcciones sino que se tomaron el trabajo de explicarnos muchas cosas sobre Hiroshima y su trabajo. La verdad es que nunca antes me había sentido tan bien recibido en otro país.

EL CASTILLO DE HIROSHIMA

Al día siguiente teníamos la última visita, luego tomaríamos el Shinkansen —Tren bala— hacia Kyoto. Fuimos al Castillo de Hiroshima, o mejor dicho a la reconstrucción hecha en 1958, que sirve de Museo de Historia, pues el original fue destruido por la bomba.

El castillo cuenta con tres fosos y se levanta 26 metros sobre su fundación, tiene muy buenas exhibiciones, pero es prohibido tomar fotos en el interior.

Para los turistas tiene un área donde se puede vestir el kimono o el traje de samurái. Para llegar se pasa frente al Santuario Sintoísta de Gokoku y su imponente torii. Como el original corrió la misma suerte que el castillo cuando se reconstruyó en 1965 se colocaron juntos.

Es uno de los templos más visitados durante el año nuevo y la festividad de los niños, el shichi-go-san —festival de rito de paso para niños y niñas japoneses— que se celebra el 15 de noviembre.

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