Panamá y la orfebrería de los Andes

Actualizado
  • 29/06/2020 00:00
Creado
  • 29/06/2020 00:00
“Se pescan (las perlas) en las Islas del Rey, en las de Taboga y Otoque, y en las costas de Chimán, pero los buceos de mayor formalidad existen en las primeras.

“Se pescan (las perlas) en las Islas del Rey, en las de Taboga y Otoque, y en las costas de Chimán, pero los buceos de mayor formalidad existen en las primeras. Se emplean en esta faena como cuatrocientos a quinientos individuos y extraen por valor de 35 a 40 mil pesos anuales. Generalmente se compran todas por comerciantes de Panamá y se distribuyen entre los pudientes del istmo y se remiten las sobrantes a los puntos del Virreinato de Santa Fe, del Perú, de Guatemala, México e islas occidentales” escribió el futuro gobernador Juan Domingo Iturralde desde su retiro en Pesé para describir las riquezas de estas latitudes (“Noticias relativas al istmo de Panamá”, 1812).

Las perlas y la plata están asociadas al “lujo indiano” de la América española que describían los viajeros europeos cuando relataban la vida cotidiana de las élites locales de los siglos XVII y XVIII caracterizada por el empleo de costosos menajes domésticos íntegramente hechos de plata gracias a la importante producción argentífera de la época. La plata fue un bien muy apreciado durante el virreinato, era el eje impulsor de la economía colonial y peninsular. En la sociedad virreinal era un bien de ahorro para quien podía acceder a ella y si era trabajada por manos expertas se convertía en una pieza suntuosa, la cual debía ser lucida en todo su esplendor en las casas, adornos personales e incluso en las innumerables iglesias a lo largo de todo el territorio no solo peruano, sino panameño.

Una belleza estilística que se nutre de técnicas europeas e indígenas al trabajar los metales preciosos. Una combinación que solo fue posible gracias a la migración –voluntaria o forzosa– de estos primeros artistas del lujo. Los orfebres de la Ciudad de los Reyes –como se conocía a la Lima virreinal–, procedían en el siglo XVI de Trujillo (homónima de aquella que existe en Extremadura), Pacasmayo, Chepén, Saña, Chiclayo, Ferreñafe y Lambayeque, es decir, plateros indígenas trasladados a la capital. Mientras que los actuales plateros de San Pablo de Canchis en el Cusco provenían de los orfebres yungas precolombinos de Rinconada Alta, La Molina, en Lima (Biblioteca UNMSM, 1979).

En el siglo siguiente, el camino hacia una orfebrería particularmente “indiana” –en modelos y estilos– se va decantando de la metrópoli. Destacaron en ese esfuerzo Juan Ignacio de Valverde (limeño), Pedro Gerardo (alemán), Pedro Gonzales (portugués), Pedro Cornelio del Río Gilis (flamenco) en la capital del virreinato; y el español Melchor Pérez en Trujillo, así como el platero negro Pedro Martín de Leguizamo (Vargas Ugarte, 1947). La cúspide de esta tendencia se alcanzará en 1780 coincidiendo con el florecimiento de la arquitectura y la pintura virreinales.

Panamá también aporta lo suyo a este proceso de afirmación artística. En 1607, según una Relación Contemporánea estudiada por Ramos-Baquero (1997), había “cuatro plateros de plata” y “tres plateros de oro”, a todos los cuales pudo identificar reconstruyendo sus respectivas biografías. En las primeras dos décadas del siglo XVIII ella identificó unos veinticinco maestros plateros solo en la ciudad de Panamá y cerca de un tercio de ellos trabajando a un mismo tiempo en sus talleres u obradores capitalinos, los mismos que tenían contacto con los más de cuatrocientos orfebres existentes en la costa norte del Perú además de Lima. Era clara la existencia de una mano de obra competente y especializada.

A mediados del siglo XIX ocurre un cambio radical en el adorno personal en la América Republicana, pues se opta por una joyería moderna con clara influencia francesa. La nueva aristocracia empezó a lucir piezas elaboradas con oro, mientras que las señoras de antiguo abolengo continuaron utilizando sus adornos de plata que eran de herencia familiar (Wuffarden 1997). Los gremios de plateros de Panamá y del Perú se reconvirtieron para atender a estas nuevas demandas del mercado, sin perder las técnicas para la plata labrada y la joyería surgidas de trescientos años de mestizaje.

Una última nota, mientras que los plateros peruanos y los del istmo coincidían con tener como santo patrón a san Eloy, los plateros panameños añadían también como benefactores de su gremio a la Virgen de las Nieves y a san Antonio organizados en cofradías impulsadas por fray Pedro de Gutiérrez Flores (1603), platero y seráfico guardián del Convento de San Francisco (“Ordenanzas para el buen régimen y gobierno del arte de la platería de la ciudad de los reyes del Perú”, 1778). Estas cofradías solicitaron ser reguladas por las mismas ordenanzas vigentes en el Perú, por considerarlas más idóneas para el próspero desarrollo de su oficio aunque la historiadora especializada Ramos-Baquero plantea que, desde 1776, bien pudieran haberse aplicado las ordenanzas de Guatemala sobre el trabajo platero.

Embajador del Perú en Panamá
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