La raíz cultural del género

Actualizado
  • 14/08/2017 02:00
Creado
  • 14/08/2017 02:00
Los seres humanos somos el resultado de una fascinante interacción entre naturaleza y cultura. 

Los seres humanos somos el resultado de una fascinante interacción entre naturaleza y cultura. En este contexto, cuando hablamos de algo natural nos referimos a un hecho inherente a la genética o a la biología, mientras que lo cultural se refiere a las ideas, comportamientos y costumbres que aprendemos desde pequeños en nuestro contacto con la sociedad. Del mismo modo, aunque las palabras «sexo» y «género» suelen utilizarse como sinónimos, en realidad el primero es un concepto biológico y el segundo es un concepto social/cultural. El sexo se refiere al órgano reproductivo y a otras características anatómicas y biológicas con las que nace una persona según sus cromosomas (XX en las mujeres; XY en los hombres), mientras el género se refiere a los valores, roles y comportamientos que una sociedad espera de las personas según su sexo. En otras palabras, al hablar de género hablamos de masculinidad y feminidad, aquellos roles sociales que lejos de ser biológicos, son el mejor ejemplo de que las prácticas y costumbres se naturalizan cuando son muy antiguas o comunes.

Es una realidad objetiva que hombres y mujeres somos biológicamente distintos, pero diversos estudios neurológicos comprueban que nuestros cerebros presentan diferencias tan mínimas que no sería posible afirmar la existencia de un cerebro masculino y otro femenino. Las diferencias más significativas no son innatas, sino que surgen con la socialización; es decir, con los aprendizajes que adquirimos en el contacto con instituciones como la familia, la escuela o la iglesia, pero también por medio de la cultura mediática, que además de la televisión, la prensa y la radio, también incluye la publicidad, el cine, el cómic, los videojuegos y más recientemente, internet.

Al ser una expresión cultural, el género (no el sexo) puede variar con el pasar del tiempo. A muchos sorprendería saber que en el siglo XVI, los zapatos de tacón y el maquillaje eran símbolos de prestigio y masculinidad, o que hasta mediados del siglo XX, el color rosa era para los niños, mientras el celeste era para las niñas. Hoy se utilizan a la inversa, pero la costumbre está tan arraigada que algunas personas temen, equivocadamente, que el uso de un color u otro pueda cambiar la orientación sexual de su hijo. De manera similar, cuando las mujeres comenzaron a llevar pantalones y el cabello corto a principios del siglo XX, los más conservadores pensaban que ellas podían convertirse en hombres. Esta confusión entre sexo, género y orientación sexual lleva siglos, y cualquier parecido con la actualidad no es mera coincidencia.

El problema con el género es que, más allá de ser una expresión cultural o estética, constituye una jerarquía, una herramienta de control social y un sistema de clases en toda regla, en tanto dicta que los hombres deben ser fuertes, dominantes, inteligentes e independientes, mientras las mujeres deben ser débiles, sumisas, emocionales y dependientes. Estas características son en realidad rasgos o expresiones de la personalidad, pero las personalidades no pertenecen a ningún sexo, sino que son humanas y neutrales, de modo que pueden manifestarse de una u otra forma en hombres y en mujeres. Una mujer que no utilice maquillaje, tacones o vestidos, no es una mujer anormal y no necesariamente es homosexual, del mismo modo que un hombre sensible que guste de la repostería y las manualidades, no es un hombre anormal y tampoco es necesariamente homosexual. Hombres y mujeres somos igualmente capaces de ser más sensibles o más fuertes en determinado momento; de llorar durante una película; de cuidar y amar a otros seres humanos; de resolver problemas lógicos o ser más creativos; de encargarnos del hogar y de los hijos; de desempeñar labores diversas o desarrollar gustos personales muy variados que no guardan relación alguna con la sexualidad.

A lo largo de la historia han sido muchas las atrocidades e injusticias cometidas en nombre de aquello que erróneamente se ha pensado natural, y actualmente persisten muchas de ellas pese a los avances de los movimientos sociales y de diversos campos científicos. Al decir a una niña que no debe jugar con herramientas o carritos; o al decir a un niño que no debe llorar o jugar a la cocinita, se le enseña que hay terrenos de la experiencia humana que le están vedados. La llamada «ideología de género» no es luchar contra estos límites artificiales, sino forzar a los seres humanos a obedecer estereotipos que limitan su desarrollo integral y perpetúan la desigualdad social entre hombres y mujeres.

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