El retorno

Actualizado
  • 01/09/2018 02:00
Creado
  • 01/09/2018 02:00
El sendero, sin señales ni rumbo, está definido por otros antiguos pasos

Caminaban tan lentas y tristes como si marcharan hacia Luvina. —Ni una nubecita, y nada de agua, igual que antes —dijo Justina, pasando por su frente sudorosa el trapo que llevaba en la mano izquierda.

—Todavía nos falta bastante y no veo a nadie. Esto está lo mismo —fue la única respuesta que vino de Nadina, y se detuvieron un instante a recobrar la respiración.

‘El polvo, sin la barrera de los árboles, se levantaba en el viento constantemente y lo cubría todo, azotaba el semblante, se metía por las fosas nasales, en los ojos, escocía las gargantas y se adentraba hasta en el pensamiento...'

Iban vestidas pobremente y de sus huesudos hombros colgaban sacos a manera de valija. Se cubrían las cabezas con pañuelos amarrados atrás para protegerse del sol y evitar que el viento caliente y constante enredara más sus cabellos que parecieran escaparse en opacos mechones canosos. Sobre el pañuelo, sombreros que en ocasiones usaban para abanicarse y disminuir la sensación de ahogo provocada por el inclemente calor. Calzaban zapatos gastados que ahora tenían el color de la roja arcilla que pisaban.

Alguno que otro matojo reseco sigue siendo testigo de la sequía. El sendero, sin señales ni rumbo, está definido por otros antiguos pasos. Sus caras, ajadas de tiempo y miseria, sólo dejaban ver el cansancio que habitó en ellas desde la adolescencia; frágiles como las hojas de las plantas de la árida región donde habían nacido. El polvo, sin la barrera de los árboles, se levantaba en el viento constantemente y lo cubría todo, azotaba el semblante, se metía por las fosas nasales, en los ojos, escocía las gargantas y se adentraba hasta en el pensamiento, a la vez que envolvía cada pliegue de la indumentaria y de la piel. En la asolada extensión se topaban a ratos con huesos blancos de animales muertos hacía mucho tiempo, cuya luz sobrenatural no les causaba sorpresa ni les asustaba porque estaban acostumbradas a este tipo de imágenes. No hablan mucho, pero, de vez en cuando, por entre sus hundidos labios se escapan los pensamientos.

—¿Te acuerdas, Justa…? Así mismo quedaron los animales del taita. Pobrecitos… me parece que los oigo cómo mugían cada vez más débiles.

—Ajá —asintió Justina unos pasos más atrás. —Pero para qué acordarse. No te canses. No se puede hacer nada.

Aquel año en que se fueron la sequía había sido tan extrema que el calor, la sed, el hambre, el polvo, obnubilaban la visión y la conciencia. Los pájaros dejaron de cantar, la tierra pelada se agrietó. Todo tenía el dorado color del último reflejo de la lámpara antes de apagarse. Algunos otros pobladores, muy pocos, siguieron adheridos a la tierra como árboles viejos de raíces profundas, tercos y malhumorados. Los que allá permanecieron fueron más fuertes que las bestias; no sucumbieron al hambre ni a la permanente sed. Se agostaron los sembrados, la hierba, los árboles. Iban desapareciendo los pequeños animalitos, los insectos. Se adelgazaron las quebradas y los ríos hasta convertirse en charcos de lodo que finalmente se secaron dejando la tierra convertida en moribunda piel llena de costras.

Nadina y Justina no tenían con quién compartir la tristeza del hambre y la miseria. Ésta, su única heredad, la habían compartido con los hijos y los pobrecillos solo habían sido desde sus vientres seres enfermos, débiles, víctimas de aquella sequía que estaba por dentro y por fuera. Estas mujeres y sus hijos habían nacido en años malos y su carencia de pan, de caricias, de ternura, les venía de antes, de sus madres y de sus abuelas. La escasez de agua degradaba sus existencias de generación en generación.

Ya antes de que se fueran, el rancho tenía la apariencia de que hacía tiempo allí no vivía nadie; se les había adelantado la imagen de la desolación. De vez en cuando un mirlo solitario traducía la plegaria de los hombres que rogaban por lluvia… pero muy de vez en cuando.

— ¿Te acuerdas de cuando nos fuimos? —Volvió a decir Nadina. —El camino iba de bajada y pesábamos menos; el lastre lo llevábamos para dentro, los pies se movían más rápido.

Solo el silencio amargo vino de Justina, acompañado del calor y el viento.

Su mano lenta y reseca subió hasta su frente para enjugar el sudor y sostener la pena del recuerdo. La amarga huida del dolor agudo y determinante las empujó a los caminos de su peregrinación. Su calvario no fue de subida; la cruz bajó con ellas por la ladera. Allá atrás quedaba lo único que había sido suyo y que libremente habían dejado ir. Toda otra carga era inútil.

—Sí, ahora regresamos a la tierrita que entonces era de taita, y donde creímos que la cosa iba a mejorar…

— ¿Te acuerdas de cuando nos metíamos al bebedero de Ño Juan y nos sorprendieron sus peones? Tuvimos que correr hasta la parte de atrás de la casa porque nos querían matar.

DANAE BRUGIATI BOUSSOUNIS

Autora

Nació en David, Chiriquí, 1944. Docente, traductora y escritora. Intérprete pública autorizada de inglés, francés, italiano y griego al español y viceversa.

Profesora de idiomas en Grecia, Estados Unidos y Panamá, en la Universidad de Panamá, en el Inadeh y en Spanish Panama. Egresada del Diplomado en Creación Literaria de la Universidad Tecnológica de Panamá (2013).

Forma parte del libro colectivo de cuentos De un tiempo a esta parte (Asamblea de nuevos cuentistas en Panamá) (Foro/taller Sagitario Ediciones, 2016).

Ha publicado dos libros de cuentos: Pretextos para contarte (2014; reeditado en 2016) y En las riberas de lo posible (2016), que incluye el cuento ‘El retorno'.

—Cállate ahora –dijo Justina –y dame la tula para beber un sorbo. Tenemos que cuidarla porque no hay pozo más arriba.

Se sentaron sobre unas piedras a descansar las piernas adoloridas. Tomó cada una un sorbo y humedecieron los paños que llevaban sobre sus cabezas; se abanicaron con los sombreros. Permanecieron en el elocuente silencio que habían compartido desde siempre. Se levantaron y continuaron camino adelante, hacia el regreso.

Al acercarse, el recuerdo del sacrificio compartido se hacía más pesado. Sus hijos, de pocos meses, solo habían llorado desde que nacieron hasta aquella noche en que ellas decidieron acabar con su sufrimiento. Sus llantos de hambre caían como cera caliente sobre sus corazones. Los habían colocado sobre las precarias colchonetas hechas de viejos retazos de ropa, rellenas con paja que habían recogido en los arrozales. Su llanto, su hambre, su impotencia, no se oyó más. Parecían dormir, y por primera vez sus caritas tenían el aspecto de rostros infantiles. Se mantuvieron en vigilia toda la noche y al amanecer avisaron a los vecinos.

—Muerte por causa de la pulmonía —dictaminó el representante de la ley, y así parece que lo escribió, sin siquiera examinarlos.

Tales menesteres se daban con premura y sin mucho detalle, rutina indolente para los hijos de esta gente ignorante y sucia que no merecía… bueno, que no había merecido atención cuando vivían, mucho menos ahora que habían muerto.

Los policías que llegaron con el personero habían traído un latón de agua para que lavaran los cuerpecitos. Ceñuda y decidida, Nadina sacó de una lata que tenía arriba en el jorón dos semillas y dio una a Justina:

—Necesitábamos agua antes —le había dicho. —Ahora tú y yo la usaremos para sembrar estas semillas con ellos. Las recogí una vez solo porque me parecieron bonitas.

Siguen las dos mujeres hacia la cresta de la próxima colina. El camino no es tan inclinado y el polvo ahora es blanco. El atardecer va poniendo tonos sepia en el paisaje. Ellas aligeran su marcha. En el último recodo ven aparecer los escombros de lo que fuera aquel rancho que cobijó su existencias. Ni siquiera se molestan en buscar entre ellos porque saben que no hay nada que les consuele o les traiga algún recuerdo agradable. Se acomodan en el suelo cerca de un horcón que aún está en pie. Cuelgan sus sacos y duermen sin sueños bajo un cielo desprovisto de luna, en una noche apenas un poco más fresca que el día y con el viento igual de terco.

Amanece sin nubes ni pájaros. Se disponen a recorrer el tramo que las trajo hasta aquí. Inician el ascenso sin palabras, porque no las necesitan. Después de un trecho largo, su respiración se hace más ansiosa y corta. Las domina la duda, el ansia y… sí, un reflejo de esperanza.

El camino termina y se detienen ante el impacto de lo que contemplan sus ojos. Dominando la cima del cerrito se levantan dos hermosos árboles de grisácea corteza rugosa, agrietada en la base y bastante lisa en las partes más altas. Ramas gruesas y largas se extienden en todas direcciones. No pueden ver las raíces, pero se miran con la certeza de que, profundas y vigorosas, se nutren de los cuerpecitos que ellas depositaron allí.

La mañana dibuja juguetonas sombras bajo la copa de los dos únicos árboles que trágicamente se levantan a la vida y confrontan la sequía: un algarrobo y un corotú. Las han estado esperando en la sola forma de vida que ellas les dieron.

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