Diablos rojos: legado vivo del arte popular panameño

  • 06/07/2025 00:00
Rubén Lince y Óscar Melgar son dos artistas panameños que han dedicado su vida a pintar los icónicos diablos rojos, convirtiendo cada bus en un lienzo que refleja la identidad popular del país. A pesar del declive de estos vehículos tras la llegada del metrobús, ambos defienden con orgullo este arte que resiste al olvido. A través de sus pinceles, luchan por mantener viva una tradición que habla de barrio, cultura y sentimiento

Con el rugido del motor y los colores vibrantes se enciende la calle: el escenario que durante décadas ha sido territorio de los Diablos Rojos. Estos icónicos buses no solo transportaron pasajeros. También llevaron historias, creencias, ídolos y sentimientos por cada rincón del país. Con sus frases, retratos de celebridades y estallidos de pintura que cubrían cada centímetro de la carrocería, los Diablos Rojos se convirtieron en verdaderos lienzos rodantes que narran la identidad del panameño.

Detrás de cada bus hay una obra de arte, y detrás de cada obra, hay un artista con manos manchadas de pintura, corazón de barrio y mirada orgullosa. Dos de ellos son Rubén Lince, conocido como “chinoman” y Óscar Melgar, artistas panameños, quienes han convertido el arte popular sobre ruedas en una misión de vida, y quienes luchan para mantener lo que representa nuestra identidad.

Pintar a pulso la identidad panameña

Desde los 18 años, Rubén se ha dedicado a esta pasión, pero su vocación se forjó mucho antes. “Era de esos niños que cuando estaba chiquito le enseñaba los dibujos a mi mamá, y ver a esos grandes pintar me hizo pensar, yo quiero ser como ellos”. Su primer impulso vino de la admiración. Observar a los veteranos artistas trazando rostros y paisajes en latas de metal fue lo que lo llevó a decir: “Yo quiero eso para mí”.

Su primera experiencia profesional llegó con un bus conocido como “El Cesar Palace”. A partir de ahí, no dejó de pintar durante décadas. Aunque hubo un período en que se retiró, hace cuatro años volvió al oficio con más pasión que nunca. ¿La razón? “Nostalgia”.

Fueron muchos los momentos vividos, pero una anécdota que marcó su vida fue un hecho inesperado: “Terminé un bus y cayó la invasión”, recuerda. El arte se cruzó con la historia del país, dejando una huella imborrable en su memoria y en el vehículo que acababa de decorar.

Un oficio de pasión y detalle

El proceso para decorar estos buses requiere tiempo y dedicación, puede durar desde una semana hasta mes y medio”, explica Rubén. La diferencia está en el tipo de unidad: “Si es chiva parrandera, uno se aguanta un poquito más. Si es de ruta, ya uno se apresura”. Pero más allá del tiempo, el proceso requiere atención, sensibilidad y adaptación.

Pintar estos emblemáticos buses requiere de un riguroso proceso creativo. “Siempre se le pide una idea y yo la concretizo”. Para Rubén el sentido está en respetar lo que el dueño del bus desea, su toque personal siempre está presente, pero cada bus es un reflejo del dueño.

En su día a día, Rubén no solo dedica horas a pintar buses; también plasma arte en la piel de las personas. Combina esta labor con otra de sus pasiones: el tatuaje. Lo que comenzó de niño, con el tiempo se convirtió en una extensión natural de su talento con el dibujo y el detalle

“Difícil”, responde entre risas, cuando se le preguntó como equilibra ambas ocupaciones. Pero a pesar de la carga, asegura que ambas expresiones artísticas lo complementan: una lo conecta con la calle, la otra, con lo íntimo de cada persona.

El mayor reto que ha enfrentado fue pintar La Última Cena en la parte superior de un bus, un proyecto que le tomó un mes completo. Y si tuviera que describir todo este recorrido en una sola palabra, no lo duda: “Satisfacción. Porque realmente no pensé cuando yo era joven llegar a este nivel... ya soy reconocido a nivel nacional y fuera del país”.

Hoy ante una nueva era, su trabajo recorre distintos lugares y medios de transporte, desde bicicletas, establecimientos, hasta murales.

Mantener el alma panameña sobre ruedas

Al igual que Rubén, Óscar Melgar ha dedicado gran parte de su vida a inmortalizar en metal el arte popular panameño. “Mi historia empieza desde los 12 años, me gustaba dibujar. Cuando yo era pequeño me gustaba dibujar la serie de televisión “El Hombre Araña”, “Mazinger Z” y cosas como esas”.

Desde entonces, Óscar supo que su propósito era pintar, pero fue la música la que le abrió el camino. A los 13 años comenzó como DJ, y fue en ese entorno donde su amor por la pintura empezó a manifestarse, decorando cajas de sonido. Su maestro de DJ, al notar su inclinación artística, le dijo: “Si te gusta tanto la pintura como la música, ¿por qué no pintas buses?”. Ese consejo lo llevó a conocer a un ícono del arte popular panameño, Andrés Salazar, con quien empezó a trabajar y a consagrarse en el mundo de los Diablos Rojos.

Su primer trabajo fue bajo la orientación de su mentor Salazar, y rápidamente logró abrirse paso con su propio estilo, ganando reconocimiento en el mundo del arte urbano. Desde entonces, ha decorado decenas de buses con rostros de artistas, personajes de anime, íconos del reguetón o frases que reflejan el espíritu popular.

Sobre el proceso mencionó: “bueno, yo podría decir que adquirimos como un poquito, un pequeño grado de lo que es psicología, porque al tú conversar con el dueño, tú como que vas de repente metiéndote en la cabeza y haciéndole esa llamada de atención, ¿con qué le gustaría más o menos ver en su bus, ¿no? ¿Me explico? ¿Cuáles son sus gustos personales? ¿Qué de repente le gusta?”.

La lucha por el reconocimiento

Aunque hoy considera este oficio como su vida, durante sus primeros años, hubo situaciones que lo marcaron. “Se da un concurso y del cual se derivaba en una exposición. Se exponían cuadros de diversos artistas, no consolidados como tal, sino estudiantes, de lo que era la Escuela Nacional. Entonces, estos estudiantes concursaron junto conmigo en la exposición. El cuadro que yo pinté quedó en segundo lugar, pero uno de los profesores de pintura me dice a mí, Óscar, ¿sabes por qué no ganaste el concurso? Yo le dije, ¿pero yo iba a ganar? Me dice, sí, tú ibas a ganar, pero cuando se supo que tú pintabas buses, no te dieron el premio a ti, sino que se lo dieron a otro chico. Eso me afligió bastante”.

Ese golpe se convirtió en el motor de su determinación. Desde entonces, ha llevado su arte a países como Inglaterra, Portugal, México y Estados Unidos. “Me mostraban fotos de buses míos que ni yo recordaba haber hecho. Eso te da cuenta del valor internacional que tiene esto”.

Durante años, la lucha por la preservación de este arte lo ha mantenido vivo, cada espacio y oportunidad lo ha utilizado para recordar la importancia de no dejar morir lo que nos dio una voz e identidad. “Estoy tratando de que la gente comprenda que este arte pertenece a nuestra cultura. Cuando se muestran imágenes de Panamá, siempre vas a ver un Diablo Rojo. Siempre. En todas las postales de Panamá tú vas a ver un Diablo Rojo, cuando se habla de Panamá, se habla del Canal de Panamá, Roberto Durán y los Diablos Rojos”.

Además de pintar buses, realiza murales y cuadros. Pero tiene claro sus principios: “¿Cómo yo puedo pedir que se respeten mis obras cuando de repente yo estoy viviendo un arte chabacano, ¿me explico? O sea, vulgar y cosas como esas a nivel internacional”.

Un arte que no muere, se transforma

Con la llegada de los metrobuses y la modernización del transporte en la ciudad capital, los Diablos Rojos comenzaron a desaparecer del paisaje urbano. Calles antes llenas de color y estruendo, fueron ocupadas por unidades grises, impersonales. La ciudad cambió y con ella, también el sustento de quienes durante años habían hecho de esos buses su lienzo y su pasión.

¿Cómo está desaparición afectó su trabajo?

“Yo perdí un 70% de mis ingresos. Pero más allá del dinero, fue un golpe sentimental. Esos buses me hicieron grande. Aún los pinto por cariño, por lo que representan”, mencionó Óscar.

Rubén, por su parte, se reinventó: “Yo estoy a nivel nacional y fuera del país”, dice con orgullo. Su arte ya no se limita a los Diablos Rojos. Hoy pinta, carros y realiza murales que mantienen vivo ese estilo que lo hizo reconocido.

Pero lejos de mermarlos, esta desaparición fue clave para que decidieran no dejar que muriera. En lugar de dejarlo, abrieron sus obras al mundo. Han llevado su arte a galerías, hoteles, exposiciones internacionales y redes sociales. Han documentado lo que hacen, compartido sus técnicas, enseñado a nuevas generaciones. Porque para ellos, esto va más allá de un trabajo: es una causa.

“A mí lo más importante es que la gente conozca el sentimiento de uno como artista. Lo que uno siente por esto. Por un Diablo Rojo. La gente piensa que uno no lo sufrió, que uno no lo vive, y es completamente diferente. Yo sí tengo ese sentimiento y puedo decir que hasta el final de mis días lo defenderé y lucharé por ellos, para que no sean olvidados así por así” añadió Óscar.

Y Rubén lo confirma: “La juventud de hoy en día ama a los Diablos Rojos”.

Con la llegada de los metrobuses y la modernización del transporte en la ciudad capital, los Diablos Rojos comenzaron a desaparecer del paisaje urbano. Calles antes llenas de color y estruendo fueron ocupadas por unidades grises, impersonales. La ciudad cambió, y con ella, también el sustento de quienes durante años habían hecho de esos buses su lienzo y su pasión. Esta transformación fue respaldada por la Ley No. 42 del 25 de abril de 2007, que permitió al Estado adquirir los permisos de operación de los antiguos transportistas y dio paso al nuevo sistema MiBus, marcando el inicio de una era de transporte más estandarizado, pero también más distante del arte popular que por décadas rodó sobre rueda.

Según la última declaración de la Autoridad de Tránsito y Transporte Terrestre (ATTT), solo unos 300 Diablos Rojos quedan en circulación en el área metropolitana.

Los Diablos Rojos, más allá de su función como medio de transporte, representan una manifestación auténtica del arte popular panameño. Esta tradición visual, construida desde la creatividad de los artistas y el sentir colectivo, constituye una forma de resistencia cultural ante la modernización del transporte.

Quizás ya no suenen con la misma fuerza en cada avenida. Quizás su silueta se vea menos en el horizonte urbano. Pero gracias a artistas como Rubén y Óscar, ese rugido no se ha apagado. Aún quedan manos que los pinten e historias por contar. Aún queda arte que vive sobre metal caliente, bajo el sol panameño, llevando identidad, color y orgullo por donde pasa.

Porque mientras haya alguien que diga, “eso lo pinté yo”, los Diablos Rojos seguirán rodando en la memoria de un país.

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