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- 30/11/2024 00:00
- 29/11/2024 18:44
El Dr. Juan Cristóbal Zúñiga C., en su ensayo sobre el general Tomás Herrera, editado por la Editorial Portobelo (1999), expresa: “En el mes de diciembre deben recordarse algunas fechas importantes en la vida del general Tomás Herrera. El 21 de diciembre de 1804 nació en la Ciudad de Panamá. El 28 de diciembre de ese mismo año fue bautizado en la catedral de esta ciudad. El 9 de diciembre de 1824 fue la batalla de Ayacucho, en la cual se llenó de gloria. En el campo de batalla fue condecorado y ascendido a capitán por el general Córdoba, quien a su vez fue ascendido a ese rango por el general Antonio José de Sucre, mariscal de Ayacucho. El 5 de diciembre de 1854 se produjo en Bogotá su trágica muerte”.
Lo expuesto significa que el martes de la presente semana se cumplió el segundo centenario del nacimiento de Tomás Herrera y el 5 de diciembre último se cumplieron 150 años de su fallecimiento, hecho ocurrido en las calles de Bogotá en acción de guerra, dirigida por el propio Herrera contra la dictadura del general Melo.
Como yo vivo en una montaña de Boquete denominada Jaramillo Arriba, a 4.200 pies de altura, no pude enterarme de los festejos oficiales y populares conmemorativos que, sin duda, organizó el gobierno nacional en homenaje al más grande panameño de todos los tiempos, según mi firme convicción. Ni pude enterarme, por supuesto, de los tributos cívicos que la provincia que lleva su nombre ofreció al soldado-ciudadano, como lo calificó la Convención Constituyente del Istmo de 1840.
Alguien tuvo que haber sido en la historia de América el ciudadano-soldado Tomás Herrera, cuando fue premiado en el campo de Ayacucho por su bizarría y arrojo varonil. No era un general de espada virgen, como los que abundan en esta América de hoy, ni un ciudadano de ninguna obediencia a la ley. “Mis pasos - le decía Herrera al general Santander el 19 de febrero de 1832-, serán siempre dados por el camino de la Ley y en favor de la libertad”.
Si se examina esta breve frase, es fácil advertir los dos polos de la vida del general Herrera. Se identificó con la libertad en 1831, a los 27 años, cuando combatió y venció la tiranía que tenía montada en Panamá el general Juan Eligio Alzuru. También se identificó con la libertad en las múltiples batallas que adicional a la de Ayacucho libró por la independencia americana. Igualmente se identificó con la libertad de los panameños al proclamar el nacimiento de la primera República el 18 de noviembre de 1840.
El movimiento independentista colocó al general Herrera en el cargo de presidente del nuevo Estado. Su lealtad a la ley estuvo identificada con su sumisión como soldado al poder civil. Cuenta Conte Porras que cuando José Ignacio Márquez era presidente de Colombia (1839), removió al general Herrera del cargo de comandante militar del Istmo. Inmediatamente, el general Herrera “reunió la tropa para comunicarle la decisión del Ejecutivo y para señalar que el primer deber de un militar es someterse a las autoridades civiles”.
Seguramente el coronel Remón, de Panamá (1949), no conocía este mandamiento de tanto significado cívico, y por ello, al ser removido de su cargo de comandante de la Policía Nacional por el presidente Chanis, procedió a encarcelar a los militares que los reemplazaban y derrocó, por añadidura, al presidente Chanis. Este talante de insubordinación ante las autoridades civiles ha distinguido a muchísimos sucesores en el mando militar.
La lealtad del general Herrera al orden constitucional lo llevó a combatir al general Melo cuando instaló una dictadura en 1854. En esa patriótica misión murió de un balazo tras delirante y triste agonía. El Gobierno de Colombia lo declaró “Benemérito de la Patria en grado heroico” y ordenó que un cuadro con su efigie se instalara en el salón de sesiones del Consejo de Gabinete.
Otros pueblos, decía Méndez Pereira, si no tienen héroes, los inventan; el pueblo panameño los tiene, pero los olvida. Los supuestos que con ironía esbozo en estas notas sobre los homenajes al héroe de Ayacucho como motivo del bicentenario de su nacimiento, rendidos por el gobierno de la Patria Nueva o por la vieja provincia de Herrera, son llamados de atención por la incuria, por el desfallecimiento y por la anemia cívica que corroe el alma nacional. (En este bicentenario, sólo la familia Mouynés y unos pocos ciudadanos le rindieron el tributo de rigor, ordenando una misa por su alma y colocando una corona de flores ante su estatua). En la hora actual parecen tener prioridades los homenajes a lo frívolo, a lo carnavalesco o a las ordinarias manifestaciones de incultura.
En otros países, en Honduras, por ejemplo, en ocasión del segundo centenario del nacimiento del general Francisco Morazán, precursor legítimo de la integración centroamericana, el Gobierno y el pueblo rindieron con orgullo sus más excelsos homenajes. Yo presencié en Tegucigalpa aquella fiesta cívica, realmente conmovedora que, incluso, llegó a congregar en la capital hondureña a todos los rectores de las universidades de América Central.
Lamentablemente, reitero, el país ha perdido el pulso de la conciencia histórica y debemos recuperarlo, al menos para que no se nos adjudique, adicionalmente, el calificativo de ignorantes de nuestro ayer o de mal agradecidos, al olvidar los grandes faustos y los grandes hombres que nos dejaron ejemplos de legalidad y de comportamiento cívico y moral.
A mis nietos, Juan Cristóbal y Cristina Zúñiga Mouynés, descendientes directos del general Tomás Herrera por la línea materna, y a los jóvenes de mi patria, sometidos generalmente a fuerzas disolventes de la identidad nacional, les solicito que, en estos días dedicados a celebrar el nacimiento del redentor de la humanidad, no olviden al principal redentor de la nacionalidad panameña, por su vida sacrificada y por su obra tan coronada de laureles.