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- 09/08/2025 00:00
El origen mismo de la ciudad de Panamá está marcado por la noción de un entorno cerrado y delimitado, un concepto que hoy asociamos con el término inglés gated community.
Desde sus inicios, la ciudad se configuró como un espacio amurallado y controlado con la presencia alterna también del arrabal conformado por un sector de comerciantes, trabajadores, obreros, migrantes y desfavorecidos.
Panamá La Nueva fue concebida como una fortaleza, y el barrio de San Felipe, enteramente fortificado, concentraba el poder político, económico y eclesiástico tras sus muros, algunos de los cuales aún resisten al tiempo.
Más adelante, la antigua Zona del Canal replicó este modelo a una escala regional, delimitada por cercas metálicas y extensiones de césped meticulosamente podado, estableciendo así límites tanto urbanos como simbólicamente naturales.
Desde la década de 1990, hemos presenciado en la ciudad una creciente proliferación de enclaves cerrados que contrastan con el ideal de una ciudad abierta.
Esta última representa una visión más inclusiva del espacio urbano: accesible para todos, con barrios residenciales de calles públicas, comercio diverso, usos mixtos y la convivencia de distintas clases sociales.
La ciudad abierta no solo es un modelo urbano, sino también un proyecto social en disputa. Desde la caída de la dictadura, ha proliferado también el modelo de la “ciudad fortaleza”: portones, muros, garitas de seguridad, barreras y puntos de acceso controlado se han convertido en elementos comunes del paisaje urbano.
Estas barreras físicas funcionan como mecanismos de exclusión, diseñados para prevenir la entrada de “intrusos” y proteger la propiedad privada.
Pero su significado va más allá de una simple reacción ante la violencia urbana o la presencia del comercio informal en las calles.
También se ha normalizado hasta el punto de asociarse con símbolos de lujo, exclusividad, dominio y estatus.
La proliferación de las gated communities en Panamá también representa una evolución en el diseño urbano de los barrios suburbanos construidos durante el siglo XX.
Algunos de estos desarrollos lograron integrarse con relativo éxito al tejido urbano, como es el caso de La Exposición, Paitilla, San Francisco o Betania, y donde la ciudad entera disfruta de sus amenidades como parques, plazas, comercios, etc.
Este fenómeno no se limita a los suburbios; también se ha extendido al centro de la ciudad. Hasta las décadas de 1970 y 1980, la mayoría de los edificios mantenían una relación abierta con la ciudad: entradas libres, sin rejas ni controles. Lo que en sus orígenes estaba reservado para las élites —los muy ricos, o los espacios de retiro— hoy se ha convertido en una práctica generalizada. Incluso comunidades de escasos recursos adoptan estos modelos cerrados, a veces como parte de un diseño urbano intencional que incluye cul-de-sacs y calles sin conexión con barrios vecinos, promoviendo así la fragmentación del tejido urbano.
Sin embargo, no deben confundirse con edificios de condominios donde un portero regula el acceso de residentes y visitantes. En las comunidades cerradas, se restringe el uso de espacios que deberían ser públicos: parques, canchas deportivas, aceras, calles, amenidades. Se trata de un modelo urbano que no solo segrega físicamente, sino también social y simbólicamente y que también nos lleva a la pregunta de la responsabilidad institucional de la ciudad frente a la privatización de los espacios públicos y los equipamientos urbanos. Igualmente, sobre este tipo de modelo funciona un modelo de gobernanza que recae en las juntas de administración de condominios o PH como un modelo de microgobiernos dentro de estas jurisdicciones.
Este fenómeno no es exclusivo de Panamá. Ha sido ampliamente adoptado en muchas ciudades de América Latina, luego de popularizarse en los años 80 en estados como California y Florida, en EE.UU. Países como Brasil, México y Colombia también han replicado este modelo, con la promesa de seguridad, bienestar y protección de valores culturales. Sin embargo, sus consecuencias son evidentes: menor interacción entre clases sociales, debilitamiento del espacio público y creciente polarización urbana.
En muchos casos, la proliferación de comunidades cerradas responde a una percepción —que puede rayar en la paranoia— de que vivir en la ciudad implica estar constantemente expuesto al peligro y, por tanto, requiere protección. En su libro Fortress America: Gated Communities in the United States, Edward J. Blakely y Mary Gail Snyder clasifican estos desarrollos urbanos en dos categorías: comunidades de estilo de vida, centradas en villas de recreo, campos de golf y residencias para el retiro: Santa María Golf & Country, Tucán Country Club & Golf Resort, Buenaventura Beach Golf Course & Resort, etc.
Por otro lado, las comunidades de prestigio, generalmente ubicadas en suburbios y diseñadas como enclaves para un estrato de ingreso económico alto; comunidades aspiracionales, dirigidas a profesionales y ejecutivos de clase media que buscan un ascenso simbólico a través de su lugar de residencia: Ocean Reef Island y Gold Point en Punta Pacífica, Costa Serena en Costa del Este, Costa Sur en Panamá Este, Costa Verde en La Chorrera, Brisas Norte en Panamá Norte, Quintas de Monticello en San Miguelito o Golden Spring y Horizontes en Condado del Rey.
Para muchos de sus residentes, estas comunidades ofrecen una justificación clara: seguridad, orden, exclusividad. Sin embargo, sus efectos en el conjunto de la ciudad son más complejos. Este modelo urbano contribuye a la fragmentación del espacio, agudiza la segregación socioeconómica y debilita el tejido social. Cabe preguntarse si las comunidades cerradas son solo una respuesta al miedo —delincuencia, narcotráfico, inseguridad— o si reflejan una transformación más profunda en la forma en que concebimos la vida urbana, el derecho a la propiedad privada y el sentido de comunidad.
Surge entonces una pregunta inevitable: ¿Son estos muros, garitas y espacios exclusivos una verdadera forma de proteger la integridad de las familias, la seguridad económica y la calidad de vida, en general del bienestar personal? ¿O estamos, en realidad, construyendo ciudades cada vez más fragmentadas y desiguales?
Estamos, quizás, frente a la vigencia del diagnóstico planteado por el arquitecto Álvaro Uribe en su libro La ciudad fragmentada, publicado en el año 1989. En lugar de avanzar hacia una ciudad inclusiva, compartida y abierta, nos encontramos construyendo una ciudad que se repliega de muros invisibles y visibles.