Los viajes hacia el invierno de Jhavier Romero

Actualizado
  • 28/01/2024 00:00
Creado
  • 27/01/2024 07:30
En julio de 2023, el poeta Jhavier Romero me dedicó un ejemplar de su poemario ‘La brújula del invierno’. Con varios meses de retraso, leerlo ha sido una experiencia sensorial, imaginativa y geográfica

Le tengo un profundo respeto a los poetas. Porque mientras un filósofo puede referirse a la existencia como una delimitación del ser o un modo de ser propio del hombre -otros, como Beauvoir, dirán que no es asunto de esencias sino de lo culturalmente impuesto-, un poeta llega y con su mirada nos habla de lo mismo, pero con belleza: “Así vivía yo, Guillermo, en el límite/ de dos mundos que se caían a pedazos/ pero en el sitio exacto/ donde se acumulaban los escombros”.

Los versos son de Jhavier Romero. De su libro La brújula del invierno. Un libro de formato pequeño y hechura artesanal editado por Fruit Salad Shaker en Costa Rica. “Ellos me contactaron”, explica Romero, mediante intercambio epistolar, y entonces recuerdo el metro ochenta y cuatro de su estatura y sus piernas flacas, esas que lo llevaron a Macedonia: “Te das cuenta, Alessandrula/ tantos galardones y medallas/ se le deben a las piernas/ a muchas piernas en el mundo/ pero no a las mías. A las mías les adeudo/ mi metro ochenta y cuatro de estatura/ el calambre repentino de las madrugadas/ los pantalones cortos/ los pantalones largos/ los goles de chiripa/ el autobús que nunca alcanzo/ en medio de la lluvia/ la noche que andando sin parar/ durante horas/ me salvaron de morir de frío/ en Luxemburgo”.

La brújula del invierno ganó en 2017 el Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró, en la categoría poesía, y empieza con una escena cotidiana: con el niño Jhavier caminando hacia la tienda de Chavale; la tienda del barrio de una familia santeña. Nacido en La Chorrera, esos primeros años entre mamones, naranjos y pastillas de a centavo se acabaron un diciembre de 1989, cuando “la frágil patria de follaje” se rompió a punta bomba y metralla.

El poemario empieza con escenas de tu niñez, una niñez marcada por recuerdos buenos hasta que te sorprende la invasión. ¿De qué manera te marcó este hecho?

La invasión me marcó de una manera muy profunda. Yo tenía seis años, una edad en la que uno es muy vulnerable. Yo pensaba que mis padres podían resolver cualquier problema y protegerme de cualquier peligro. Y de pronto, las bombas, el rostro de miedo de mi madre, el tableteo de las ametralladoras, las barricadas en el barrio, los tanques, los soldados norteamericanos apostados frente a nuestra casa, entre las plantas de guineo chino. Fue el momento en que tomé plena conciencia de la muerte y de la violencia del mundo; allí supe, por primera vez, que todo lo que amamos puede ser destruido por fuerzas que están fuera de nuestro control individual, fuerzas a las que solo es posible enfrentar desde lo colectivo desde la solidaridad.

Luego aparece el Jhavier adulto, deambulando por la ciudad y sus noches, mirando por la ventana a las muchachas que, en la madrugada, compartían la comida tras una jornada en los puteros: “Recuerdo cómo a medida/ que avanzaba la cena/ se iban deshojando hasta quedar en interiores”, escribe. La brújula del invierno apunta hacia el tiempo que transcurre, hacia las nubes que cuentan historias, hacia ese poema más ¿enigmático? titulado “La cueva de San Atanasio” en donde aparecen guijarros azules, fotografías sepias, hojarascas y adormideras, el mural de Comalapa, la isla de Ometepe, Montparnasse.

El libro es un recorrido por varias etapas de tu vida y por varios sitios de la ciudad. ¿Es así de inspiradora esta ciudad que mata?

En primer lugar, te diría que no creo en la inspiración. La combato, considero que es una idea implantada por las clases dominantes a lo largo del tiempo para adjudicar a los poetas un estatus de seres divinos o iluminados que solo sirve a los designios del poder. Si tu discurso te cae del cielo o depende de una especie de revelación, entonces la reinterpretación que puedes hacer de la realidad queda bastante limitada. Tu papel dentro del entramado social, también. De hecho, es ese el tipo de poeta que la oligarquía aprueba y solicita, porque no representa ningún desafío ni cuestionamiento para el statu quo. Es el tipo de poeta que Platón hubiese aprobado, porque no interfieren con la buena educación y las buenas costumbres de los ciudadanos.

En contraposición, creo en la voluntad creadora. Que el poema funciona como una suerte de amplificador sensorial que permite a la emoción fusionarse con la idea. Dicho esto, también te diría que, en el caso de esta ciudad, mi relación con ella no es para nada inspiradora; es más bien conflictiva. El personaje “Mujer con yeso”, que si no me equivoco es el poema al que aludes cuando me preguntas acerca de la ciudad, es un personaje que está tratando (sin éxito) de escapar de esa ciudad, y para hacerlo se embarca en una trashumancia nocturna por la urbe. Más que inspiración, la ciudad le genera una profunda angustia existencial, a la que solo puede sobrevivir a través de la solidaridad, del contacto con el otro.

¿En qué momento decidiste que la poesía era el arte que querías cultivar?

No lo decidí. Fue un proceso que empezó en mi infancia. En mi casa era normal leer poesía. Me crié en un entorno donde las artes eran vistas como algo valioso, en gran parte porque mis abuelos maternos eran maestros normalistas, y como mucha frecuencia nos regalaban libros y nos impulsaban a leer.

Quizás la parte más emotiva del poemario es la que Romero le dedica al maíz, esa planta maravillosa que nos lleva al mundo prehispánico, al teosinte, para recordarnos que buena parte de quienes somos se le debe a ese grano que, en Comalapa, se le presentó negro y, como buen cultivador de la curiosidad, no resistió la pregunta que acabó en poesía: “En San Juan Comalapa/ en un puesto de tortillas de maíz negro/ le pregunté a la señora que amasaba/ sobre el tinte que le echaban al grano/ para oscurecerlo”.

El poema es una larga conversación con las mujeres guatemaltecas que, a partir de una pregunta que les causó carcajadas, se sumergen en un relato sobre los orígenes del maíz blanco, del negro, del amarillo... Pero también sobre la guerra, el llanto y las ausencias: “Yo lo que creo/ es que cuando los Creadores/ se reunieron para elegir la masa/ con que formarían a la gente/ sembraron las mazorcas al pie/ de un arcoiris”.

En los poemas describes viajes por Centroamérica y Europa. ¿Qué te trajiste de esos viajes?

Dejando fuera lo obvio (arte, literatura, paisajes, museos, etcétera), te diría que Centroamérica fue la evidencia de que no hay nada más fuerte que la vida. Me queda la solidaridad y la fortaleza de su gente, su diversidad cultural, que nada tiene que ver con los estereotipos promovidos por las empresas de turismo. En el caso de Europa, la confirmación de que el discurso de la alta cultura y del centro civilizatorio es una gran mentira, una estrategia que forma parte de las dinámicas coloniales.

La brújula del invierno es un poemario que se disfruta de principio a fin. Por allí aparece el poeta costarricense Guillermo Naranjo Ulate (1961-2012), se adivinan los viajes, las disconformidades, las preguntas que lo asaltan. Como se lee en el texto de presentación, es un libro “que permite ver el equipaje” del poeta que ha encontrado su voz.

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