El redactor de sueños

Actualizado
  • 02/10/2011 02:00
Creado
  • 02/10/2011 02:00
R ecientemente, como homenaje al centenario del nacimiento de mi padre, Miguel Ángel Brenes Candanedo, mi familia donó a la Biblioteca N...

R ecientemente, como homenaje al centenario del nacimiento de mi padre, Miguel Ángel Brenes Candanedo, mi familia donó a la Biblioteca Nacional una colección completa del tabloide provincial Ecos del Valle.

El diario, fundado en 1918, se convierte en un emprendimiento familiar cuando mi padre lo compra y reestructura, en 1945. No fue una empresa rentable, era más bien un proyecto cuasi filantrópico donde a fin de mes mi padre, con seis hijos en casa, hacía lo posible para mantenerlo a flote. En 1964, Ecos del Valle acaba sucumbiendo a los diarios de circulación nacional y, en menor medida, a la radio y la televisión. Para mis hermanos y para mí, el Ecos del Valle fue una importante etapa en nuestra formación y en nuestra visión del mundo.

Durante nuestra infancia y hasta nuestra juventud, el periódico era una extensión del hogar. El taller era una combinación de medias luces, olores a tinta, grasa y plomo fundido, donde prensistas sin camisa laboraban entre paredes rellenas de fotos de vedettes sacadas de ‘Carteles’ y de ‘Bohemia’. En esa fragua de gente, sombras, olores y ruidos, era hechizante ver cómo se hacía el periódico. Desde cómo el linotipo convertía ese plomo líquido en barritas plateadas donde su lomo tenía, casi en forma imperceptible, las líneas de texto de lo que un poco más tarde, ya embardunadas en tinta y presionadas sobre las hojas de papel por la entonces enorme prensa, se convertiría en las crónicas del día, la sección de sociales o simplemente el itinerario de trenes de David a Puerto Armuelles con paradas en Alanje, Concepción, Santa Marta, Aserrío y Progreso.

Mis hermanos y yo trabajamos allí. Yo fui canillita hasta que descubrí que me daban los diarios antes que los otros niños que necesitaban más que yo venderlos. Luego, al cuidado de don Ernesto Crompton y de Moisés Montero -que además de tipógrafo era director y accionista de la empresa- fui torpe aprendiz de cajista, el endiablado oficio de armar títulos e incluso textos con tipos de plomo movible que se sacan de una caja de madera con infinitos compartimientos donde el arreglo de las letras nunca tuvo (ni tiene aún para mí) alguna lógica. Casi que pude entonces protestar -como la Iglesia a Gutenberg- que la imprenta era una invención del demonio.

De esa etapa me quedan los recuerdos de mis otros mentores: el señor Pérez, Manuel González, Chan Arroyo, Gilberto Briones, Fernando Chávez y mi tío Jocelyn Parada. Gente para quien el diario era el modo de vida, pero más importante: el modo de ver la vida.

En el mismo inmueble, un piso más arriba, estaba el tumulto y la magia de la redacción. Para periodistas y columnistas el diario era su vida pero, además, el modo de cambiarnos la vida a todos. De niño la redacción me parecía un lugar gente medio extraña que fumaba como albañil y que trabajaba a partir de la media tarde. Era la época de los avioncitos hechos de papel, revolución que me obsequiaba Nander Pitty. Era oír, sin saber, las acaloradas discusiones de Guillermo Ríos Dugan y Carlos Iván Zúñiga, las entonces ‘bestias negras’ de la izquierda y el sindicalismo provincial y, por allí, de repente, las carcajadas del Ñato Contreras.

Ya adolescente, la redacción empezó a parecerme más el Ágora de la antigua Atenas donde convergían ciudadanos, periodistas y colaboradores, que escribían, argumentaban y debatían; pero siempre fieles a la regla de la casa, esa sentencia de Voltaire: ‘No pienso como tú pero daría toda la sangre de mis venas para defender el derecho que tienes a expresar tus ideas’, y que, impresa en su encabezado, fue el mascarón de proa del glorioso Ecos del Valle.

Todo esto me lleva donde debí empezar: al increíble protagonismo de mi padre. Digo increíble porque no debió ser fácil para un hombre de provincia, de educación secundaria, un título de contador por correspondencia y que labró altas posiciones como ejecutivo, como comerciante y ganadero, que además fue gobernador Rotario, fundador de CONEP, presidente de la Cámara de Comercio y Comandante de los Bomberos, entre tantas otras cosas, desprenderse al fin de la tarde de esas formalidades e investiduras para sentarse con estudiantes, sindicalistas, maestros, autoridades, locos, y Dios sabe cuántas otras facciones de la comunidad. Y generar el liderazgo justo para darle a la sociedad chiricana una narrativa diaria amena, accesible y útil.

Y es que así era mi padre. Un hombre que vino al mundo para dejarlo mejor de lo que lo halló. En ese quehacer consagró su tiempo y esfuerzo productivo a las cosas de la sociedad más que a las propias. Como buen Rotario vivió y actuó por ‘La Prueba Cuádruple’, y nunca dejó de involucrarse donde pudo hacer una diferencia, desde presidir la junta del primer Centenario de Chiriquí hasta dejar un ‘Manual de Contabilidad Ganadera’ pensado para el pequeño productor.

Y, en los tiempos que nadie lo hubiera hecho, darle por escrito a Omar Torrijos, entonces enamorado de Cuba, las impresiones de su viaje a la isla y del fracaso de ese modelo en Panamá y el mundo libre.

Chicho Brenes probó con su fecunda vida que la sabiduría del refrán tiene sus excepciones. Que si es posible abarcar y apretar al mismo tiempo.

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