Otro paseo por la calle de los sueños rotos

Actualizado
  • 12/07/2015 02:00
Creado
  • 12/07/2015 02:00
En vía Argentina he pasado horas felices, tardes lluviosas frente a una jarra de cerveza

Camino por la legendaria vía Argentina; legendaria es porque yo mismo la he hecho legendaria, pues las borracheras y las amanecidas que he pasado en esa vía son, pues sí, adivinaron: legendarias. Es una vía muy linda. Deberían hacerla peatonal para que uno pudiera salir de los bares tambaleándose y con la vista borrosa sin el peligro de que te atropelle un desconsiderado o un asesino al volante, uno de esos buenos ciudadanos que no respetan a los alcohólicos y acólitos de bares y noches.

En vía Argentina he pasado horas felices, muy felices, noches que recuerdo borrosamente, tardes lluviosas frente a una jarra de cerveza que son ya parte de mis nostalgias, parte de mis poemas, canciones y novelas sin editar, novelas que muy posiblemente no publique nunca, porque lo más seguro es que no valga la pena publicarlas. Pero en esta vía Argentina de mis entrañas también he pasado horas tristes y dejado historias inconclusas y mujeres en el olvido. Hoy estoy aquí de nuevo. Camino solo. Me gustaría escribir que voy fumando y con una mano en el bolsillo del pantalón, con cara de misterio, cabello largo y barba poblada. Pero no, no fumo, llevo un pantalón de hacer ejercicio que no tiene bolsillos, tengo una expresión en el rostro que más bien es de asco por el tufo del carro de la basura que acaba de pasar, me acabo de hacer un corte de cabello y siempre he sido más bien lampiño.

En fin. Camino por mi vía Argentina y piso mi historia. Pienso en una mujer. Veo el restaurante (aquel, aquel), a lo lejos. Pienso en ella, la mujer. Paso frente al restaurante y me detengo a ver la mesa en donde estuvimos comiendo hace unos días, el espacio en común, intacto; la zona en donde dejamos el olor de nuestras ropas, la resonancia de nuestras voces, las carcajadas, la cerveza sin terminar y el café como le gusta a ella: con mucha leche; las miradas llenas de inseguridad, los comentarios absurdos, los intervalos de silencio que entorpecen, el esfuerzo pesado que se hace para regresar al carril de la conversación.

Las primeras palabras que se inflan en la boca salen disparadas y ejecutan su estallido crujiendo en las partículas del aire. Esas palabras son siempre las más complicadas, oscuras, espinosas; la eternidad cochina congelada, guardada para siempre en las moléculas del mantel, preservada en el cenicero en el que la mujer apagó el cigarrillo. Otra noche pasaré por aquí y nos veré sentados comiendo, tomando ella un café y yo una cerveza, ella sonriendo y yo tratando de disimular, sin mucho éxito, lo dichoso que me hace sentir su sonrisa, los dos charlando como si nada y dejando que las horas cumplan su cometido; entonces entraré al restaurante, me pararé frente a la mesa, intentaré tocarla y la cápsula perfecta estallará, lo próximo será la mesa vacía y el camarero preguntándome qué deseo tomar, si quiero sentarme a comer; luego el vértigo al descubrir la zanja de la soledad, la certeza ineludible de que la mujer no está a mi lado y de que la mesa del restaurante no es nuestra, que otra pareja ya se sienta en ella y la puebla de carcajadas de diferentes tonalidades y absurdos de igual valor; y es triste ver cómo piensan que su momento es eterno, que quedará guardado para siempre en las moléculas del mantel, preservado en el cenicero. Es triste ver cómo escriben ellos su propia historia en esta vía Argentina que es solo mía.

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