Tras el volante de un taxi, un día en la avenida

Actualizado
  • 01/11/2015 01:00
Creado
  • 01/11/2015 01:00
Una jornada sobre ruedas desde que despunta la aurora. Las realidades cotidianas del ser humano que se escuda tras el ‘no voy'

Florece el alba en el trópico y Roberto se frota los ojos. El reloj marca las 5:30. Ayer fue miércoles, quincena, y encima cayó un chaparrón. Algunos optaron por desgastar las suelas, con tal de llevar el ‘chance' en el bolsillo. Los que aguardaban el cheque para rellenar sus tanques, salieron a pasear. El cielo se derramó, inclemente, sobre los desagües de la metrópoli, diseñados como para el desierto (para contener el agua en vez de evacuarla).

Las abejas obreras salen como todos los días, a recoger unos pesos, pues las cuentas no tienen paciencia. Roberto desciende los cuatro pisos de su edificio. Piensa en su hija de doce años, que no quiere estudiar. Al pie del multifamiliar, le saluda su abeja, una carcacha color guineo. Ha reposado toda la noche. Está fría. Estrechando sus hombros anchos, el zambo se introduce en ella, le acaricia el volante y se une al enjambre urbano.

El taxi avanza, los callejones de Calidonia borbotean de empleadas domésticas, guardias de seguridad, cajeras, aseadores, estudiantes. Ninguno se ganó la lotería. La vida sigue de ocho a cinco, centavo a centavo.

LA CARRERA EMPIEZA...

Una mano se agita, desde una esquina en Perejil, y Roberto inaugura su jornada. La colegiala en apuros prefirió unos breves instantes más en el abrazo de sus sábanas, a costa de su mesada. El periplo lo incorpora al gentío que recorre Bella Vista. En uniforme, una dependiente le pide ‘vuelo' hacia el local de comida rápida donde labora, en la Avenida Simón Bolívar.

Noticiero de RPC radio , primera edición. Son las siete de la mañana, dos minutos. Escucharemos información internacional a esta hora...

Hay demasiados taxis, pero en poco más de dos horas los pasajeros serán menos que las ocho monedas que tintinean en su porta vasos, pues vendrá la ‘hora de los jefes'; serán ellos quienes se desplacen por la ciudad, uno a uno, en sus transportes privados.

La palanca de cambios se balancea entre primera y neutral, presagiando la urgencia de ceñirse a la ruta que le garantice más plata por menos combustible.

Roberto se enrumba hacia Vista Hermosa, rondando la salida del Metro. Aún con la ciudad fresca, enciende el aire acondicionado. Se le eriza la piel y maldice la brisa gélida que disparan las rejillas. Prefiere ahogarse en el hollín, pero sabe que nadie le pedirá un viaje si lleva los vidrios abajo.

En el programa radial se conversa ahora sobre los taxistas, los ‘no voy' panameños. Roberto vuelve a bajar la ventana y distrae su mirada en el horizonte que se vislumbra entre los rascacielos.

No cambia la estación. Las notas callejeras silencian las quejas que escupe la frecuencia modulada. Se acomoda sobre el cartón de soda enlatada que tapiza su asiento, consejo de chofer viejo para prevenir las dolencias de próstata.

Acerca a un joven regordete y conversador al Félix de Vía España, a una señora canosa y angustiada al Hospital Santo Tomás. Recoge a otra que quiere ir a la Procuraduría. Va apurada y de mal humor. Él conserva la calma y repite mentalmente su pregón. ‘El que se despierta tarde, llega tarde. Nadie me pone en correderas'. Van a ser las nueve de la mañana. Aún no le ha negado a nadie un espacio fugaz en su asiento trasero.

Añora el crepúsculo, las avenidas desiertas, los usuarios generosos ávidos de bailoteo y licor. Ya con su negra en casa, cinco décadas encima y dieciséis navidades tras el timón, la dinámica es otra. Lo esperan para cenar. No tiene permiso para merodear por el puerto al anochecer, en busca de marinos con sed de mujeres que le aseguren una comisión en Elite.

Los parroquianos diurnos no siempre le pagan la tarifa establecida por la Autoridad de Tránsito y Transporte Terrestre (ATTT), pero él prefiere callar. No lleva las de ganar y menos si son mujeres. Al fin y al cabo, también ellos se afanan por lograr el dólar al final del día.

La gasolina, las baterías y las llantas se han encarecido, los caminos son cada vez más intransitables y la competencia batea en todas las direcciones, desde los busitos pirata hasta las plataformas digitales -no se puede con Uber-. Si se le da la suerte hoy, se topará con algún extranjero incauto con quien desquitar las pérdidas.

La fonda que frecuenta en Calidonia está cerrada. Se detiene en el Nikos Café de Balboa. Es un cuarto para las diez y el estómago le reclama. Bistec encebollado, tortilla, hojaldres, chicha de nance, café con leche, pero nada de dulces.

Ya no juega al básquetbol ni pasea en bicicleta, como en sus años mozos. Si ensucia mucha ropa, la jefa se molesta. Su deporte ahora es acicalar a la ‘abeja' y pasarle la escoba a los cuatro tramos de escalera que separan la avenida de su morada.

VIEJA ESCUELA

A veces rememora los domingos junto a su padre, recorriendo el mercado para conseguir las verduras, en la cocina pelando ajos y picando cebollas para el almuerzo o pateando calle desde la 17 Central, hasta el Clases y Tropas. Lo mejor de comer allí era que el postre jamás faltaba. Un flan, una gelatina o un helado. Pero eran otros días.

Días de reading y spelling en el Panama School, antes de que reprobara el quinto grado y lo metieran a la escuela pública, antes de aquella tarde que se ‘paveó' del colegio para presenciar, encaramado en lo alto de un muro en el Estadio Revolución, la final del intercolegial entre el Artes y Oficios y el Instituto Nacional.

Desbordaba el recinto. Los ánimos caldeaban. En ese instante fue que decidió volver a estudiar para lograr el promedio que le permitiría ingresar al Nido de Águilas, del cual obtendría su diploma siete años después.

Guindado de su retrovisor, un escapulario violeta baila al ritmo del tráfico. El ambiente se satura repentinamente del ‘dembow' que suelta su celular, se mezcla con las confesiones de la radio, al ritmo de una bachata.

Le hacen señas. ¿Hacia San Miguelito? ‘No voy'. No es su área. Desconoce los recovecos y fácilmente se puede extraviar. Son muchos kilómetros de combustible y nadie le asegura un pasajero para amortiguar el retorno.

Suena otra vez el reggaeton. Se queda mirando la pantalla. Es ella otra vez y prefiere no contestar. La semana pasada se acomodó, coqueta, en su asiento delantero. Se pintaba los labios de coral, dejaba poco que imaginar bajo la minifada, acomodaba su melena azabache sobre el hombro derecho —el menos pecoso— y se ajustaba el escote profundo, cual si estuviese en su habitación, dejando asomar sin timidez el estampado de zebra fucsia que le arropaba el busto. No sabe en qué momento le robó sus dígitos y se bajó en la universidad, agradeciendo la vuelta gratuita con un pellizco en el muslo y una promesa peligrosa en el aire.

Observa la aguja inservible entre full y empty , e intenta predecir cuánto le queda antes de su próxima visita a la bomba. Prefiere seguir aguardando el olor a gasolina quemada, que desembolsar los $170 que le cotizaron por la pieza, a pesar de que la semana pasada el olfato lo engañó y quedó varado en plena Cuatro de julio.

En la Frangipani, una joven de aspecto campesino quiere ir a Albrook y Roberto emprende el vuelo con ella hacia la terminal.

Detiene su mirada en los retazos de cartón bajo sus zapatos, recogiendo vestigios de humedad; memorias del diluvio en que los ríos callejeros se tragaron su modus vivendi hasta la cintura. Se aproximaba el ocaso. Empapado hasta los calzoncillos arrancó los asientos y chupó el agua enlodada con una esponja. Su aceite era un líquido fangoso y el auto no despertaba. Aquel aguacero cotidiano le destrozó sus bolsillos ya mendigantes.

La campesina se baja y un cholo se sube. Lo lleva hasta Calle 23, El Chorrillo, por cuatro pesos. Sale del barrio y le zumba por el lado un Metro Bus ‘despepita'o'.

Roberto le lanza un agradecimiento mental al Nazareno y a la zapatilla celeste de bebé que reposa sobre su tablero. Le acompaña como amuleto de la buena fortuna, desde que la madre de su dueño la olvidara en el puesto.

El Cristo de Ismael Rivera y el zapato perdido lo han resguardado de las peripecias que otros transportistas han vivido. Está aquel compañero al que asaltaron, que llegó con el cuchillo enterrado en la clavícula a la sala de urgencias. O el colega al que rescató en paños menores, abandonado a la orilla de la carretera hacia Veracruz, arrinconado entre un balazo y la pared.

A él solo le han tocado los clientes cabrones, que le exigen meterse en embotellamientos innecesarios por no querer caminar ni un par de metros.

PSICÓLOGO DE LA AVENIDA

Hay otros días en que es preciso ponerse el gorro de psicólogo. Aún cuando tiene sus propios líos por resolver, a veces la gente necesita a alguien que los escuche, les dé una orientación. Como la vez que convenció a un hombre de no asesinar a su mujer. ‘¿Se fue con otro? Búscate otra. De repente queda viva, se va con el otro y tú vas pa' la chirola', le aconsejó.

Entra la tarde. Calcula que ya su hija debe haber llegado a casa del colegio. Suspira, confía en que hoy sí hará sus deberes. A su edad ya él andaba con noviecitas. Pero no, ella no. Por supuesto que no. Apenas es una niña. Seguirá castigada.

Timbra un Whatsapp, dos, tres. Le sudan las palmas. ¡Coño! ¿La estudiante esa, otra vez? No, esta vez es su negra. Respira. Que cuánto ha recolectado hoy. Que se le atrasa la luz y el agua. Que por favor le compre una tarjeta pre-pago de $2.

El buche vuelve a protestar. Escudriña las aceras, en busca de un chichero y se topa en su lugar con una calva anglosajona que apenas puede con los cartuchos, a la salida del Riba Smith. El contacto visual se traduce en un frenazo instantáneo.

‘¿Hacia causeway?' Más que una pregunta, es casi una duda sazonada de acento británico. ‘Yes, sir. I can take you', esboza Roberto en perfecto inglés. ‘¿How much?' No es ningún turista incauto. Espera la réplica, inmutable, desde el pavimento.

‘Five dollars'. Será lo suficiente para compensar todas las carreras mal remuneradas del día.

Sonríe el extranjero. Sonríe el taxista. Le baja la temperatura al aire, reemplaza la bachata por una melodía de Nickelback y mete primera...

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INSEGURIDAD EN COMÚN

No todo lo que está pintado de amarillo es taxi

Ante el aumento de quejas por parte de los usuarios del transporte selectivo, para Rafael Reyes, dirigente taxista, es pertinente ponerse en los zapatos del pasajero para tratar de mejorar el servicio y satisfacer sus demandas. ‘Como profesionales en el volante, debemos buscar mejorar', sostiene. ‘Es necesario que entre el transportista y el usuario, se llegue a un buen entendimiento y armonía, porque cada uno se debe al otro'.

El transportista considera que un problema en común que enfrentan tanto el taxista como el usuario es la inseguridad. Hay pasajeros que en realidad son ‘maleantes', lo mismo que hay quienes se hacen pasar por ‘transportistas' pero lo que tienen son malas intenciones.

‘No todo lo que brilla es oro, ni todo lo que está pintado de amarillo es taxi', advierte. ‘Hay que decirle a los usuarios que tengan cuidado, que observen las características del auto, que estén bien identificados, que el conductor se vea de confianza'.

Por otra parte, agrega que en lo que va del año han matado a 14 transportistas, incluyendo dos en días pasados, y todavía falta el mes de la patria y diciembre. En este sentido, señala que los taxistas se están integrando a un programa de seguridad ciudadana que lleva adelante la Policía Nacional. Se trata de los ‘transportistas vigilantes', una iniciativa a través de la cual los chóferes se convierten en los ojos de la comunidad, comprometidos a velar por su seguridad y la de sus pasajeros.

La otra preocupación de los conductores, explica Reyes, es el poder seguir ganándose la vida de este modo. Hace años formó parte del estudio de factibilidad que realizó la Autoridad de Tránsito y Transporte Terrestre (ATTT) para confeccionar la tarifa actual que rige a a los transportistas. En ese tiempo se contempló que el taxista debía hacer entre 50 a 75 carreras diarias, para poder cubrir con todos sus gastos y llevarse algo al hogar.

Pero la situación ha cambiado. Se presenta un aumento en la competencia (transporte pirata y plataformas virtuales), y en los costos de mantenimiento del auto. La gasolina se ha encarecido y el tráfico es cada vez mayor. ‘Las carreras son menos y además nos tardamos más por los ‘tranques' que se forman', afirma Reyes. ‘Dios sabe que estamos haciendo milagros para poder cubrir todos nuestros gastos y llevarnos algo para la casa'.

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Origen del ‘taxi' moderno

La palabra taxi origina del ‘taxameter', un dispositivo desarrollado por el inventor alemán Wilhelm Bruhn en 1891, que permitía medir el tiempo y/o la distancia recorrida, a la hora de establecer una tarifa. La palabra en alemán para el instrumento provino del latin medieval ‘taxa', que significa ‘impuesto' y la palabra griega ‘metron', que significa ‘medidas'.

El primer taxi moderno —equipado con un taxímetro— fue el Daimler Victoria, creado por el ingeniero alemán Gottlieb Daimler en 1897.

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QUEJAS DE LOS USUARIOS

El servicio de taxis es la fuente de mucho descontento urbano

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