Arte panameño: miradas incómodas

Actualizado
  • 01/07/2018 02:00
Creado
  • 01/07/2018 02:00
Los ilustradores reproducen ad nauseam la fauna panameña, los raspaos y los montunos en tazas, cuadernos, gorras y camisetas

Salvo algunas excepciones, el arte panameño se repite constantemente y carece de profundidad. Se ha estancado en un bucle de fetichismo folclorista con los diablicos sucios, las polleras, los acordeones y las flores del espíritu santo, al punto que la pintura panameña está repleta de estos motivos en infinitos estilos, mientras en el mundo de la moda se desbordan las molas y los ahora añorados diablos rojos.

Los ilustradores reproducen ad nauseam la fauna panameña, los raspaos y los montunos en tazas, cuadernos, gorras y camisetas. Los fotógrafos tienen una fijación con las empolleradas, las panorámicas de la ciudad y los trillados rincones del Casco, mientras los realizadores teatrales y cineastas parecen no tener más recursos narrativos que los estereotipos, ni otras temáticas más allá de la comedia rosa y simplona, con historias que además de ser insustanciales, tienen poco sentido fuera de nuestro terruño. El fenómeno alcanza también a los emprendedores, con barras de chocolate de temática típica, dijes moldeados en forma del Istmo y la palabra ‘chucha' fundida en anillos de plata.

Si bien todo ello vende muy bien entre los turistas y fascina a una población altamente nacionalista, valdría la pena preguntarnos por qué nos gusta mirarnos tanto el ombligo. Por qué si en otros países latinoamericanos los motivos autóctonos están reservados para los souvenirs y los feriados nacionales, aquí parecen ser la materia prima de todo ejercicio artístico o creativo. O por qué, de todas las funciones que puede tener el arte en una sociedad, en la nuestra se consagra a la exaltación fetichista de la panameñidad, con una lógica comercial que lo restringe a complacer a la industria turística y a alimentar un complejo nacionalista que se cuece entre las heridas de un pasado colonial y un presente marcado por la creciente xenofobia.

Por si fuera poco, y aunque no es su culpa, el artista panameño se enfrenta a condiciones de trabajo informal y precario, pero además vive de espaldas al trabajo intelectual y a la realidad política, todo lo cual compromete su capacidad de dar profundidad a su obra. Crea porque tiene una habilidad y la disfruta, pero sin mayor abstracción conceptual ni mediación reflexiva: su trabajo es superficial, no explora los recovecos de la condición humana, no intenta poner de cabeza la realidad, no transgrede, no interpela al poder, no construye memoria histórica ni plantea preguntas incómodas. Basta con que su obra sea estéticamente agradable y complaciente con la demanda del momento.

Por otro lado, el crítico de arte, una figura importante en el proceso hermenéutico de apreciación artística, es un gran ausente en Panamá. No existen opciones de formación académica en periodismo cultural ni historia del arte, pero a la vez no las hay porque estas profesiones no tienen cabida en un país culturalmente subdesarrollado.

Reflexiones como estas caen mal en un país pequeño, conservador y fuertemente determinado por el capital social, donde la crítica se confunde con el ataque personal y el resentimiento, o donde el nacionalismo (muy distinto al patriotismo) ha cobrado tal fuerza que con frecuencia preferimos hacer las paces con el olor de nuestra peste tan sólo porque es ‘nuestra'. Algunos se preguntarán con molestia qué tiene de malo demostrar el amor a la patria por medio del arte; otros se ofenderán con las generalizaciones, pero en las ciencias sociales es metodológicamente necesario generalizar para construir hipótesis que permitan comprender o intentar dar respuesta a los fenómenos, y lo que ocurre con el arte panameño merece una investigación.

Sin duda, el histórico menosprecio del Estado hacia las artes es responsable de su atrofia, pero sigue siendo el único que puede remediarla. Los defensores del Estado mínimo dirán que el sector privado es el llamado a enmendar este entuerto, pero por definición, éste no cuenta con la estructura, la capacidad ni el enfoque para hacerlo, pues su meta última es la maximización de la renta, no generar bienestar colectivo.

Aun así, el problema es más profundo que una pobre inversión pública. La cultura es indisoluble de la economía política, y un país enteramente volcado hacia su función transitista y de servicios, que no desarrolla todas sus fuerzas productivas, y que además es controlado por unas élites que conocen bien el peligro de tener un pueblo educado, difícilmente convertirá a la cultura en su fuerte.

En Panamá nunca han faltado las propuestas artísticas sobresalientes, e indiscutiblemente ha habido grandes saltos cualitativos en los últimos años; sin embargo, somos una república joven, aún estancada en una etapa de autoexploración y autorrepresentación. Ello es importante en la búsqueda de una ‘voz' propia y en la construcción de la memoria histórica de cualquier país, pero hay vida más allá del folclor y de la identidad, lo que sea que esta palabra sobresemantizada signifique hoy.

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