Branquial

Actualizado
  • 06/04/2019 02:00
Creado
  • 06/04/2019 02:00
La brisa rompe contra mi cuerpo, contra las palmeras, contra la señora gorda en bikini que se come un helado, contra la hilera de casitas y hoteles improvisados a la orilla del mar.

Me recuerda a un crèmebrûlée. Esa sensación placentera de quebrar la fina capa exterior para hundirse luego en sus cremosas entrañas. Con cada paso me deleito cuando el peso de mi cuerpo imprime una huella en la superficie crujiente. Las playas de donde vengo no son como estas de arena suave y multicolor; son más bien pedregosas. Tampoco son de agua salada, pues no dan al mar… en realidad son grandes lagos de horizonte infinito. Mis playas son mucho más frías.

Camino muy lentamente disfrutando cada pisada sin dejar de pensar en esos malditos, deseando que fueran mínimos y cupieran bajo mis pies para aplastarlos como a hormigas. No me gustan las cucarachas.

Me detengo. Con un paneo cegador vislumbro el horizonte. Noto una ligera curva en la línea que separa al agua del cielo, creo que puedo percibir la circunferencia del planeta. Me parece ver colas de criaturas marinas chapoteando en la superficie, encandilado por los refulgentes destellos.

Recuerdo a Joaquín retándome ayer, con su voz imperativa y prepotente. ‘A ver gringuito, ¿tus bolas dicen made in USA?'. Toda su pandilla se ríe, se dan golpecitos en los hombros y la espalda en señal de aprobación. No pienso repetirles que no soy gringo; tampoco quiero replicar a sus insultos. Me limito a ignorarlos, a pasar por el pasillo cabizbajo imaginándome invisible para que sus gestos provocadores no me saquen de mis casillas. No puedo perder el control. No todavía.

La brisa rompe contra mi cuerpo, contra las palmeras, contra la señora gorda en bikini que se come un helado, contra la hilera de casitas y hoteles improvisados a la orilla del mar. Al quitarme los lentes percibo los colores reales de aquel atardecer majestuoso. Me cuesta reconocer que me guste algo de esta mierda de país, con su gente de mierda.

Pasa una mujer caminando tras una horda de tres niños revoltosos que corren hasta la orilla. Ella los observa tras el telón de sus lentes oscuros, se agacha de vez en cuando para recoger conchas y piedras, tiene unos senos divinos, un culo blanco y redondo que me genera una débil erección. Me recuerda a la mamá de Joaquín; todas las mujeres me recuerdan a ella. La conocí en la feria familiar del año pasado, ella cargaba una pesada bandeja de aluminio repleta de pasteles. Me ofrecí a ayudarla para acercarme y rozar mi pene contra su pierna, para ‘accidentalmente' presionarle un pezón cuando le arrancaba la dulcera apoyada contra su pecho. Esa fue nuestra primera interacción. Con el recuerdo mi erección se hace potente.

Me desvío entonces hacia la playa, siguiendo los rastros de la mujer en su pamela, fijo la vista en las nalgas marmóreas con su vaivén hipnotizando a la serpiente viva dentro de mis shorts. Súbitamente voltea hacia mí sin dejar de caminar y me siento cachado, imagino que tras las gafas sus ojos mudos han notado mi bulto lo cual aumenta mi excitación. Acelero el paso y —como una bandera— ondeo mi ingle con orgullo, con el goce de un fetichista. Ella, como si nada, regresa su atención a la manada y sale corriendo tras el más pequeño cuando empieza a mojar los pies en el agua.

Maldita sea, empiezo a perder presión.

Maquinalmente arranco a trotar hacia la orilla y paso a su lado sin mirarla mientras mis zancadas salpican a todos de agua y arena. Oigo sus quejidos justo cuando mi salto antecede a un clavado contra las pequeñas olas de la orilla. El agua está fría y apaga lo que queda de mi dureza.

Sincronizo mis primeras brazadas con una respiración agitada, no sé si por la erección o por la carrera que pegué. Quizás por ambas. Vuelven a mi mente los malditos, esta vez acosándome en el centro de la piscina en la clase de waterpolo. Asechándome. Burlándose. Ahogándome. ‘¡La marica en el medio!'. ‘Fusilen al gringo'. Gritan.

‘Un nudo en la garganta me hace llevar las manos al cuello, palpo así las hendiduras mientras cicatrizan en cámara rápida; elevo las manos luego a la altura de mis ojos y veo la lenta e indolora reabsorción de esas uniones carnosas entre los dedos'.

Sobresale la voz imperiosa de Joaquín. ‘Bicho raro ¿Tú nadas? ¿Eres una especie de rata de agua? ¡Eh! ¡A que no aguantas la respiración una hora allá abajo! Si no te vuelves monstruo acuático por lo menos nos haces un favor' .

Siento los brazos cansados, dormidos los dedos de los pies. Detengo la marcha y aún boca abajo, con los brazos y las piernas extendidas, floto para descansar. La tibieza del ocaso se posa en mi cuello mientras la corriente mece mi cuerpo a merced. Escucho la presión taponada de la masa oceánica con los ojos cerrados protegiéndolos del ardor salino. A medida que libero el aire de mis pulmones, mi cuerpo se hunde un poco más, así como yo me sumerjo en los pensamientos del fondo oscuro de mi cerebro.

No, los malditos no saben nada. Los malditos ni siquiera saben que no soy gringo. ¿Qué saben de mí esos imbéciles, más allá de que soy bueno en arte y que no sé bailar? Ellos no saben quién soy, si me gusta el jazz o el rock. No saben que mi madre es latina, mi padre inglés, nací en Singapur y me crié en Toronto. Que por mala leche estoy en este puto país. Que dejé una novia japonesa cuando me vine, que ella siempre estaba sola en su casa y hacíamos cosas que ellos jamás han hecho. Tampoco saben de mi tatuaje o que he fumado marihuana. Que no soy una marica como suelen decir.

Si Joaquín supiera cuántas veces me he cogido a su mamá, dejaría de acusarme de marica. Si él supiera cómo gime cuando le lamo el pezón durante una embestida, o cómo la hago ronronear al hundir mi cara entre sus piernas. Si tan sólo supiera cuánta leche me saca cada vez, seguramente no se atreviera a dudar de mi hombría.

Sólo yo sé lo que es tomar verdaderas decisiones… no estoy hablando de en cuál actividad extracurricular meterme: hockey o ajedrez. No.

Hablo de seguir viviendo o morir.

Yo soy un hombre. Yo sí soy un hombre. Estoy muy por encima de toda su inmadurez.

Que si soy un freak. Un bicho raro. Que doy pena. No, malditos. ¡Ustedes me dan pena a mí! Víctimas de sus caprichos infantiles, abstemios de experiencia y vida. La mayor acción de su mugre existencia ha sido en un videojuego.

Yo sí soy un hombre: en ausencia de un cuerpo viril, pero con una vara que responde; extrañando a una mujer complaciente, tengo mi mano para emularla; con mucha más independencia que cualquiera de ellos. Conozco el desamor y conozco la muerte. (Porque ustedes, malditos, tampoco saben de mis muertos). Eso, me hace un hombre.

Si me muriera ahora, imagino cómo sería mi funeral: lleno de sus caras pálidas de pura culpa, recordando cada humillación y cada desprecio, pretendiendo ante mi madre que éramos amigos, que lo sienten mucho, que me van a extrañar. Evitarán verme en el ataúd, porque por supuesto no tienen las bolas. Algunos —como tú, Joaquín— sentirán que mi fantasma los persigue toda la vida, atormentándolos, robándoles la paz. Tengan por seguro que así será. De vuelta al colegio no hablarán de mi muerte, porque temen que una fuerza invisible los ahogue en la piscina, los empuje en el pasillo, los desconcentre en los finales. Malditos.

Abro los ojos y miro hacia arriba, ya no percibo cercano el brillo del sol, me percato de haber descendido muy, muy profundo. Una súbita sensación de desespero aflora a mi pecho e instintivamente manoteo hacia la superficie, pero mis pies están pesados como anclas, mis manos entumecidas. La presión en mi tórax y mis oídos se hace presente, inequívoca. Necesito respirar.

Desde la boca del estómago y con todas mis fuerzas, empujo mis extremidades, las insto a ponerse en movimiento. De repente sucede lo inexplicable: mi vista se vuelve nítida y panorámica. Aquél sonido sordo de profundidades se convierte en un bullicio similar al del metro, se libera súbitamente la presión de mis pulmones y, aun bajo el agua, puedo respirar. Por unos segundos el pánico se apodera de mí: estoy delirando producto de la hipoxia antes de morir, pienso. Con un mínimo esfuerzo mi cuerpo reacciona; se mueve, literalmente, como pez en el agua. Mis miembros responden precisa y ágilmente a cada comando. Con horror empiezo a descubrirme una piel escamosa que me forra de colores tornasoles e inverosímiles. Membrana interdigital. ¡Branquias!

MARÍA PÉREZ-TALAVERA

Autora

Valencia, Venezuela, 1985. Narradora, bibliotecaria y especialista en ciencias de la información.

Graduada del Diplomado en Creación Literaria de la Universidad Tecnológica de Panamá (2015).

Actualmente cursa una maestría de Biblioteconomía y Ciencias de la Información en la Universidad San Jose State de California.

Sus cuentos han sido publicados en las revistas Maga , Panorama , diversas publicaciones digitales y la antología De un tiempo a esta parte (2016).

Autora del libro de cuentos Umbrales líquidos (2015). Es bibliotecaria de The International School of Panama. Vive en Panamá desde 2010, con su esposo e hijo.

A toda velocidad me proyecto hacia la superficie sintiendo un cosquilleo en los costados donde ahora tengo sendas aletas. Rompo aquél techo líquido emitiendo un sonido gutural. Estoy muy lejos de la orilla. Me sumerjo nuevamente, no sin antes partir el plato del mar haciendo alarde de una cola fuerte. Navego a propulsión en dirección a tierra firme. Al acercarme a la orilla, puedo apoyar mis pies de múltiples coyunturas, lentamente mi cuerpo se asoma bajo un cielo ya más oscuro.

La mujer y sus críos siguen ahí, se quedan paralizados al verme emerger del agua: uno boquiabierto, otro con ojos de búho, el tercero revienta a llorar. La madre logra salir del shock justo a tiempo para arrastrar a dos por los brazos y con el pie empujar al tercero. Despavoridos, corren en dirección opuesta.

Camino sobre la arena húmeda notando mis huellas profundas y desconocidas. Con cada paso cambia la impresión en la arena y empiezo a identificar las marcas de mis pies. Un nudo en la garganta me hace llevar las manos al cuello, palpo así las hendiduras mientras cicatrizan en cámara rápida; elevo las manos luego a la altura de mis ojos y veo la lenta e indolora reabsorción de esas uniones carnosas entre los dedos.

Anonadado retomo la marcha y distingo nuevamente esa franja de arena tibia que se rompe crocante y fina bajo mis pies, a los que ya reconozco del todo en sus sombras. Vuelvo la vista hacia el mar y, con los últimos destellos de sol poniente, diviso a lo lejos gruesas y oscuras colas que revientan sobre la espuma.

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