Así lo confirmó el viceminsitro de Finanzas, Fausto Fernández, a La Estrella de Panamá
- 02/02/2009 01:00
ESPAÑA. Para Rafael Nadal existen palabras que no significan lo mismo que para el resto. “Casa”, por ejemplo. Cuando este tenista, el número uno del mundo, pronuncia “casa”, no habla de ese lugar donde cada noche van a parar los huesos de cualquiera. Cuando Rafael Nadal lo entona, habla de un sueño al que puede acceder muy pocos días al año. Los que no ocupa el tiempo en revolucionar la historia del tenis, un deporte donde ha llegado para marcar varios hitos.
Desde que empezó a rodar y asombrar por esos mundos, su vida ha permanecido atada a una pista, unas cuantas raquetas y un huerto de pelotas. La perspectiva parece poco acorde con la realidad, pero resulta un mundo en sí misma que por nada debe permanecer ajeno a un comportamiento ejemplar. “A mi ética”, dice él. Otra palabra que en su caso adquiere fuerza propia.
Le han educado desde niño para que se sienta un chaval normal, para que sea consciente de que lo suyo no tiene nada de particular. Aunque esto sea difícil de creer después de haber ganado 32 torneos, entre otros, cuatro Roland Garros, Wimbledon, el Abierto de Estados Unidos y ahora el Abierto de Australia, el único Grand Slam que le hacía falta. Además del Premio Príncipe de Asturias del 2008, con sólo 22 años.
En esa necesidad de procurarle un entorno natural se han empeñado sobre todo sus padres, sus abuelos y su tío Toni, un auténtico ascendente deportivo, el hombre y el gurú encargado de ponerle los pies en el suelo cada día cuando le dice: “No te creas que por golpear una pelota y pasar la red eres mejor que los demás”. En cada fibra de los músculos de su cuerpo, Nadal guarda los mismos gramos de masa corpórea que de humildad, voluntad y fuerza mental. También sabe que tres de esas cuatro cosas son tan frágiles como una paloma. La voluntad es lo único que puede resultar inquebrantable. Por el contrario, el cuerpo se rompe. La humildad, sobre todo en un entorno tan competitivo y glamouroso, corre siempre serios riesgos. Por último, la fuerza mental depende en igual medida de las victorias y de las derrotas: cuando ganas, resiste; si empiezas a perder, se evapora.
“Al salir a la pista, soy muy consciente de que sólo pueden ocurrir dos cosas: que gane o que pierda”, dice Rafael. En ese comentario, que el jugador hace mirando fijamente a la cara, se encierra tanto realismo como sabiduría. Tanta templanza como conciencia de lo que es el juego. “Al fin y al cabo, el tenis no es más que eso, un juego”. Con esa concepción entre escéptica y realista de su negocio, Nadal observa sin dar excesiva importancia las cosas que le rodean. Sabe que por mucho que la publicidad le presente como una máquina perfecta, como un robot o un superhombre indestructible, no le afecta ni para bien ni para mal. Todo se reduce a dos posibilidades: ganar o perder.
Pero detrás de esa parafernalia que transmiten los anuncios, se esconde un alma devota de una disciplina espar tana, entregada al esfuerzo de superación. Un alma labrada por su entorno con el mismo esmero que el cuerpo que la reviste, con iguales propósitos que sus habilidades, basada en fuerzas y capacidades interiores que, en su aparente contradicción, producen un cóctel de capacidades único. Ahí reside su fuerza. En el juego y la mezcla de factores contrarios. “No me importa que me consideren algo parecido a una máquina. Yo sé que, antes que tenista o deportista, soy persona. Cuando la gente normal nos observa, lo primero que tiene claro es eso: que somos personas por encima de otra cosa”, asegura.
Parece Nadal un chico transparente. En sus coherencias, sus gustos y sus contradicciones. Tampoco puede evitar levantar curiosidad por el juego paradójico de sus virtudes. Y es que el muchacho de Manacor (Mallorca) se antoja tan obediente como ambicioso en sus logros; tan humilde como fiero a la hora de conseguir un objetivo.
De esa balanza rica y contradictoria, Nadal ha hecho un arte. Hasta convertirse en un personaje que asombra mundialmente, precisamente por todas esas facetas dispares con las que él está revolucionando el tenis. Así lo reconoce Elisabeth Kaye, una periodista de Los Ángeles que lleva tiempo siguiéndole para elaborar un perfil en la revista Men’s Journal: “Consigue que su juego sea excitante. Está ejecutado sobre la base de virtudes opuestas. Por un lado, precisión, y por otro, poder, en la misma proporción, fuerza y toque, rapidez y reflexión, astucia e instinto. Al jugar compruebas que se ha convertido en un maestro de lo inesperado”.
Nadal se reivindica mallorquín. “La gente de aquí”, comenta mientras conversamos en el pueblo de Inca, “es tranquila”. Pacífica y sin ínfulas: “No vendemos lo que no somos, ni tratamos de aparentar nada”. En su caso, ese rasgo lo lleva hasta el final: “Hago lo que creo que es correcto. Para mí es básico no venderse, ser natural, no dar una imagen que no es la tuya ni que va contra tu ética”.
Desde niño, pese a haber nacido para su destino, ha ido superando obstáculos. Y dudas. Claro solamente tenía que iba a ser deportista. Pero durante mucho tiempo soñó con dedicarse al fútbol. Aparte de contar con un héroe en la familia como el tío Miquel Angel —legendario central del Barça—, el niño era un fenómeno. Toda una promesa en el Olimpic de Manacor, con el que llegó a marcar más de 100 goles en una temporada a los 11 años, según relatan Manel Serras y Jaume Pujol-Galcerán en su libro Rafael Nadal. Crónica de un fenómeno (RBA).
A esa edad le motivaba mucho más jugar en equipo. Hoy, también. De ahí que no hayan sido casuales su medalla de oro en los últimos Juegos Olímpicos de Beijing. Aun así, el tenis es un deporte solitario. Algo que se antoja duro para un niño. Pero si en el fútbol goleaba, ante la red, arrasaba. Así que tuvo que acostumbrarse a afrontar el futuro solo en una pista.
No ha sido duro. De hecho, no se considera solitario, ni introvertido. Cuando le preguntas si ha tenido que aprender a defenderse en soledad, lo rechaza. Aunque tiene que buscar cierta aprobación. “¿Solo? ¿Me gusta estar solo?”, le pregunta él a Carlos Costa, su manager. “No, en absoluto”. Pero ahí, en la pista, con toda la presión, no debe de ser fácil sentir un miedo al vacío a veces. “Nunca me siento solo en la pista; tengo la compañía de miles de personas. Comparto con el público”.
Naturalidad. Es la marca radical de la casa. Naturalidad en este caso frente a la épica. El sello y el secreto de todo su éxito desde que no levantaba dos palmos del suelo. Aquel crío que llegaría a ser el número uno del mundo asombró un buen día a su tío, con cuatro años, cuando le dijo que pegara a una bola.
“Tenía un don innato”, comenta Toni, que daba clases en el club de tenis de Manacor y que hoy es el entrenador de tenis más cotizado del mundo, aunque él sólo tenga un cliente: su sobrino. Aquel don que al principio llamó la atención fue asentándose después a cada paso. Hasta que con ocho años se proclamó campeón de Mallorca. Fue en un torneo que jugaban chicos de entre 8 y 12 años. Un don para el que contaba con trabas físicas también y que alertaba de que no todo sería un camino de rosas.
Cualidades tenía, pero también limitaciones, según admite su tío Toni. “De pequeño tenía problemas de coordinación, se tropezaba hasta con las rayas de la pista. En los entrenamientos era incapaz de dar golpes que luego, cuando competía, asestaba sin problemas. Lo de la coordinación nos ha traído problemas siempre con el saque”, asegura su entrenador. Como también hubo que ir forjando un físico. De niño era más bien enclenque. Nada que ver con la torre de fibra de hoy, ni un resquicio que permitiera imaginar sus excepcionales cualidades biológicas: su frecuencia cardiaca en reposo da 60 pulsaciones al minuto, aunque en condiciones límites puede llegar a 201. Esa sensación felina que muestra en la pista también tiene una explicación.
Sus capacidades de salto son similares a las de los atletas de longitud y su resistencia queda patente en un consumo de oxígeno de 72 mililitros por minuto y kilo: como un ciclista o un atleta de fondo. La perfecta y soñada configuración natural de un completo portento. Todo eso sin dietas agobiantes. Consumiendo chocolate, uno de sus vicios, a granel hasta que en 2004 le convencieron de que debía cambiar su alimentación y aumentar los hidratos, la fruta y la verdura en detrimento de la carne, y sin embutidos, fritos ni salsas. ©El PAÍS INTERNACIONAL.SC