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- 04/08/2025 00:00
Cada año, el país anuncia el Presupuesto General del Estado, se invocan compromisos de eficiencia y austeridad fiscal, y se activa una discusión pública que pronto se diluye bajo el peso de la rutina.
El presupuesto de 2026 no es la excepción. No solo por la magnitud del monto —$34.901 millones— que, por sí solo, despierta legítimas preguntas, sino por los fantasmas que lo habitan, sobre todo aquellos que echaron raíces desde 2009, cuando se abrieron las puertas a los proyectos llave en mano: se construye primero y se paga después, dejando al Estado atrapado en una telaraña de compromisos futuros.
Son esos mismos espíritus los que hoy agrandan el volumen del presupuesto que se somete a la consideración de la Asamblea Nacional.
El 2026 nos encuentra con un presupuesto en expansión: $4.789 millones por encima del Presupuesto Ley de 2025, un incremento del 14 %.
Se trata de un presupuesto asediado por el desborde, la hipertrofia del gasto público y una carga financiera que no deja de crecer. Entre 2009 y 2024, la deuda pública se quintuplicó: de $10.972 millones a $53.737 millones en apenas 15 años.
No fue un accidente, sino el resultado acumulado de tres administraciones que hicieron del exceso una rutina, gastando más de lo que se tiene y trasladando la factura al porvenir. La pandemia de la Covid-19, en su justa dimensión, no hizo más que reforzar una tendencia ya en marcha.
El endeudamiento público se ha vuelto parte del paisaje, parte del café de la mañana. El próximo año, el gobierno deberá hacer frente al mayor pago de amortización de deuda pública de todo su quinquenio: $4.399 millones. Ojalá así sea, y este sea el mayor.
Para cubrir esta amortización — $4.399 millones— y, además, financiar el déficit fiscal del Gobierno Central — $4.181 millones—, el Estado deberá desplegar un esfuerzo financiero descomunal. Implicará acudir a los mercados de deuda internacionales y locales, así como a los organismos multilaterales. La magnitud del desafío exigirá una estrategia estricta de manejo y reconfiguración de pasivos que reduzca los riesgos y evite un mayor deterioro en el perfil de vencimientos futuros.
Se menciona el déficit del Gobierno Central —página cuatro del proyecto de presupuesto— porque es este el que causa el aumento de la deuda pública.
Y como si la carga no fuera ya lo suficientemente abrumadora, también habrá que hacer frente al pago de intereses de la deuda pública: $3.661 millones, según el proyecto de Ley de Presupuesto 2026.
En 2026, los intereses de la deuda volverán a superar los aportes del Canal de Panamá al Gobierno Central, que ascienden a $3.245 millones, según el proyecto de presupuesto. De este total, $2.707 millones son dividendos y $538 millones, peajes.
El crecimiento del presupuesto nacional no responde únicamente a la deuda. En 2026, el Estado deberá aportar $960 millones al programa de jubilaciones y pensiones de la Caja del Seguro Social (CSS), como resultado de la reforma recientemente aprobada. Esta es la factura de un proyecto de ley aprobado con plena conciencia de que el gobierno central no tenía cómo pagarla. Una cuenta por pagar impuesta con ligereza. No sería extraño que esta obligación termine financiándose con más deuda, este y el próximo año.
A ello se suma el aumento de salarios de los servidores públicos cobijados por leyes especiales —policías, docentes, personal de salud—, que alcanzará $306 millones en 2026. Más allá del monto, su efecto es exponencial: cada aumento se incorpora a la base y se proyecta hacia el futuro, amplificando su peso en los años venideros.
Nos encontramos frente a un Estado rehén de su propia ingeniería institucional. El gobierno no dirige: ejecuta lo que puede. No planifica: reacciona ante compromisos ineludibles. El presupuesto ha dejado de ser una brújula de desarrollo para convertirse en un ritual administrativo centrado en honrar obligaciones legales, pagar planillas y mantener exoneraciones fiscales eternas.
No hay duda de las buenas intenciones. Pero un presupuesto no se juzga por lo que promete, sino por lo que permite. Y este, lamentablemente, permite poco. Más del 80 % está atado a compromisos inflexibles: amortización de la deuda pública, pago de intereses, aportes adicionales a la CSS, planilla, incentivos y exoneraciones fiscales, subsidios, instituciones públicas intocables y obligaciones legales. Queda poco margen de maniobra.
Los malos espíritus del presupuesto no son una metáfora literaria. Caminan en las comunidades que claman por agua potable, en hospitales con falta de insumos y personal suficiente, en escuelas agrietadas y en carreteras que se quedaron a mitad de camino. Habitan en la sombra de la informalidad laboral, en las venas abiertas del desempleo, y en medio de una juventud que busca oportunidades entre los escombros de las promesas políticas incumplidas, una y otra vez. En las comunidades indígenas, el presupuesto apenas se asoma, como temiéndole al cepo.
Más preocupante que el aumento del gasto y de la deuda es la costumbre que los normaliza. El presupuesto ha dejado de ser una herramienta transformadora para convertirse en un catálogo de cuentas por pagar.
El gobierno permanece atrapado en un laberinto. Cada intento de austeridad tropieza con leyes blindadas, privilegios enquistados y su propia sombra del pasado. Cuando se propone revisar incentivos o exoneraciones fiscales al sector privado, o fortalecer la recaudación tributaria, el status quo reacciona de inmediato, blandiendo su escudo favorito: “la seguridad jurídica”.
Mientras no rompamos ese cerco, seguiremos escuchando discursos de disciplina fiscal mientras crece la dependencia del endeudamiento. El presupuesto 2026 no es solo una cifra; es una advertencia. Nos habla, con números en mano, de un equilibrio frágil.
No habrá orden fiscal posible sin una reforma estructural que haga tributar a quienes hoy se protegen bajo regímenes especiales. La lista es larga y ruidosa: puertos, sector aéreo, turismo, energía, ferrocarriles, Zona Libre de Colón, zonas francas, Panamá Pacífico, Ciudad del Saber, call centers, sociedades inmobiliarias, Minera Panamá, sectores agropecuarios e industriales, además de exoneraciones diplomáticas y arancelarias. Otras operan silenciosas, en las grietas del sistema.
Las intenciones de encauzar las finanzas públicas no han faltado. Hace apenas dos meses, se anunció, con gesto solemne, un recorte de 1.900 millones de dólares, como si el país por fin se dispusiera a un baño de realidad fiscal. Pero habrá que esperar los resultados del balance del sector público para saber si esta vez se trata de una contención genuina o de otro espejismo. La historia está plagada de anuncios efímeros y recortes que nunca se materializan.
Recientemente ocurrió. El presupuesto de 2025 fue presentado como un viraje hacia la mesura, con una reducción de poco más de $4.500 millones respecto al año anterior. Pero esa narrativa no superó el viacrucis legislativo. Tras tres intentos en la Asamblea Nacional, el relato volvió a su cauce habitual: gastar más. Como si el sistema estuviera diseñado para sabotear toda aspiración de austeridad. Algo de ingenuidad también ayuda a explicar el desenlace.
Un buen presupuesto no acomoda: incomoda. No se pliega al orden establecido, lo desafía. Cuando un presupuesto no perturba privilegios ni enfrenta intereses, es muy probable que no esté sirviendo a quienes más lo necesitan. En democracia, lo justo casi nunca es lo más cómodo.